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Detrás de la desnudez

Texto y fotografías por Rodrigo Herrera

 

PROPIEDAD PRIVADA. NO PASE y ORDEN DE DISPARO se leía en muchos de los letreros en el acceso a la playa nudista.

Si estuviéramos en Honduras, Venezuela -o incluso México- no existiría esta historia. Por suerte estábamos en Perú.

Desde la entrada a Puerto Viejo, el desconocimiento de la playa nudista, que tan fácilmente halló Google Maps, era evidente.

“¿A qué playa van?”

“A Puerto Bonito”

Los cuchicheos entre las guardias de seguridad concluyeron en una vaga señal con el pulgar hacia la izquierda y un gesto que, a palabras sordas, decía no tengo idea.

El acceso principal tiene una bifurcación que divide la playa privada, por la qué hay que pagar algunos soles de estacionamiento, de la pública, donde el camino poco a poco revela centenas de automóviles y familias enteras preparándose para ir a la orilla.

“Señora buen día, ¿sabe dónde queda Puerto Bonito?”

La misma señal sutil del conocimiento del lugar, pero el mismo escaso interés de guiarnos.

“Para allá.”

Solo había un posible camino: la inhóspita subida con los amenazantes carteles. Después de dejar el automóvil en un pequeño espacio entre dos camionetas, nos decidimos a subir a pie e investigar.

Una pequeña caseta de vigilancia con dos automóviles estacionados a un lado, en la cima de la meseta, y un inofensivo pug de uno de los visitantes nos aseguraba que íbamos por el buen camino.

“Sí, ¿diga?”. Nos dijo el joven vigilante.

“Hola, queremos entrar a la playa, es por acá?”

“¿Identificación?”

Mi amigo limeño le dio su identificación, a cuenta de los tres. El vigilante registró nuestra entrada y nos indicó que era bajando la cuesta.

“Una pregunta, ¿sabes si acá es la playa nudista?”

“Abajo está la playa. Es una playa «campista»”

Campista suena como nudista. A fines prácticos seguramente es aquí.

Mientras bajábamos, las colinas de arena dibujaban una playa completamente desierta a excepción de las inmensas rocas, los peñascos, algunas gaviotas, y un puñado de gente a lo lejos [vestida] alrededor de lo que parecía ser una pequeña fogata apagada.

Nuestra llegada fue alertada por la mirada fija de aquellos extraños, para quienes éramos iguales: extraños.

La mujer, de unos 40 años, nos preguntó de manera sistemática que a dónde íbamos, quienes éramos y qué hacíamos ahí.

De repente, Facebook, un par de notas en un diario local sobre la playa y el ocio mismo de encontrar una actividad alternativa al tour que habíamos perdido esa misma mañana -por los pisco sours de la noche anterior- no eran razones suficientes para estar de “buscones”.

“Venimos a la playa nudista. ¿Es aquí?

“¿Quién los mandó?”.

Uno de los hombres que estaba detrás de la mujer, feliz y despreocupadamente ebrio, intercedió con una sonrisa de escasos dientes:

“¡Aquí es! Al fondo, ¡al fondo!”

Recordamos el nombre de la asociación nudista a la que “pertenece” aquel pedacito de privacidad e instantáneamente se calmó la mujer. Con una señal más serena concluyó.

“Ah, entonces son ustedes tres. Adelante”

Sin nada más que decir, continuamos el resto del camino con los tenis en la mano, descalzos, a la orilla del mar.

El último filtro de seguridad fue una serie de campers vacíos estacionados en fila; un recurso de los paracaidistas de asegurar un terreno privilegiado antes de que llegue verdaderamente el verano en Lima. Sería intimidante estar desnudo frente a decenas de campistas observando desde la intimidad de su casa rodante.

Al fondo se empezaba a leer las lonas de la asociación: “Playa nudista de 8am a 6pm”. Al cruzar aquel perímetro se debía hacer sin ropa.

“Hay que entrar sin ropa, si no, es una falta de respeto”

A lo largo del camino fuimos desprendiéndonos de nuestra ropa, incluso antes de poder visualizar genital alguno.

Debimos haber sido unos 5 grupos (no más de 12 personas) en aquella paradisíaca playa escondida del bullicio local de Puerto Viejo.

A partir de ese momento, sentí un portazo de agradecimiento. Como si la desnudez, al igual que cualquier estupefaciente, enalteciera sensorialmente la experiencia: agradecimiento por lo vacío de la playa, por la mirada periférica sin algún obstáculo, por los muchos filtros de seguridad para entrar. Gratitud de poder orinar libremente entre las rocas. Gratitud de no haber tenido que pagar un solo sol por aquello. Y también, gratitud al regresar a oscuras y encontrar sano y salvo el auto rentado en el estacionamiento completamente vacío.

Vi a un hombre correr de principio a fin por la playa, con todo y el campaneo, producto de la gravedad y del impacto de sus plantas con la arena mojada, y terminar abrazando una roca. Luego comprobé que no estaba en LSD, era la energía que pasa del agua helada del pacifico sur a tu cuerpo cuando te atreves a sumergirte entre las olas.

“¡Es increíble! Imagínate hacer un retiro aquí!

“¡Una fiesta!”

“Sí, pero con poca gente. Si llega mucha, lo va a destruir”

Por largo rato dejamos volar la imaginación de entrepreneur, definimos el modelo de negocio, y planeamos, muy a la ligera, la colonización con la bandera del arcoíris de esa experiencia que se parecía a vivir dentro de una fotografía de Instagram, a nuestros intereses.

Comenzamos con compartir ese pedazo de cielo y rápidamente escaló a monetizarlo. De pasar la voz a guardar el secreto.

“Amigos, ¿cómo están? Nos darían un aventón a la entrada?”

Después de intercambiar miradas, Carlos, el Carlos limeño y yo, y una breve pausa, el extraño y la mujer que lo acompañaba continuaron:

“Un amigo nos pasará a buscar en su moto taxi al principio de la carretera”.

Unos incómodos instantes más tarde, el limeño se disculpó y la respuesta fue un “lo siento, pero no”.

Antes de que dieran la vuelta, Carlos le preguntó en qué playa habían estado.

“En la nudista, claro”.

Cómo si hubiesen sido santos peregrinos, Carlos los reconoció -ahora vestidos. Yo acomodé el equipaje para hacerles espacio en la parte de atrás y emprendimos el viaje de regreso.

“¿Ustedes son nudistas?”

“No, bueno, yo he hecho nudismo en México anteriormente”

“¿Son de peruanos?”

“Honduras”

“México”

“Ah, ¿Tienen amigos?”

“Sí, yo tengo muchos amigos en Lima”. *Muchos amigos que saben dónde estoy y que me pueden proteger.

“Deberías traer algunas amigas”

Cerdo.

“Queremos que vengan muchas mujeres a la playa”

Que descarado.

“Cuando hay muchos más hombres, las mujeres se cohiben mucho”

Y sigue con el mismo cuento.

“No quisiéramos que pensaran que es una playa gay. Nuestra asociación es familiar, e inclusiva.

*Ah. Ya. Todo tiene sentido.

“Sí, eso nos fue lo que nos llamó la atención. Y por eso decidimos venir”

Durante el trayecto de regreso conocimos un poco más sobre la asociación, su deseo por reclutar más entusiastas de la desnudez y su esperanza de convertir aquellos kilómetros de playa privada en un punto de reunión para la actividad nudista; un restaurante, una tienda de conveniencia y demás amenidades saltaron en la conversación. Ninguna que pudiera ser fetichizada por las pelotas o tetas que ahí se ven.

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