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historia canibal

Dos banquetes

Los veranos cálidos son consejeros crueles, sobre todo cuando se adelantan: los días se vuelven maleables, casi chiclosos. Las caricias se atoraban en la piel. La sensación de que había una barrera entre las puntas de sus dedos y ese mundo oculto al cual ya se había acostumbrado tanto – ese paisaje rosáceo que respiraba y vivía a través de millones de células y poros que sólo él era capaz de percibir mejor que ninguna otra cosa en el mundo – lo incomodaba.

Ese día la esperaba temprano, a pesar de que detestaba las mañanas. Había sido ella quien había insistido, argumentando que la luz era de vital importancia. “La luz de las velas no basta para pintar un buen retrato”, le dijo. Cuando él le recordó que el retrato estaba ambientado de noche, dentro de su biblioteca, Elena respondió que nadie le reconocería si las facciones estaban cubiertas por la penumbra. “¿Cuál es el punto de tener un retrato tuyo si nadie te reconoce en él?”. Con esa pregunta ella ganó la discusión.

Bajo los amplios y tupidos brazos del castaño de indias, el ama de llaves había colocado dos sillas de mimbre blancas, una frente a la otra. Cerca de ambas sillas había una pequeña mesa y sobre ella transpiraba gruesas gotas una jarra de cristal llena de limonada. A su lado descansaban dos vasos de cristal cortado antiguo puestos boca abajo sobre un paño de lino con bordes a ganchillo, blanco, que había confeccionado la madre de Mateo.

Hacía casi seis meses que Elena trabajaba en el retrato de Mateo. Ese día era la sesión final, o al menos eso había dicho Elena. “Después sólo haré retoques aquí y allá. Pierde cuidado, sólo son retoques para quedar tranquila”, había escrito ella en una nota que le había enviado hace dos días.

–       ¿Por qué esa cara? Sé que hace demasiado calor pero no es para tanto.
–       Me parece que te has retrasado un poco.
–       Ya estoy aquí.

Cuando Elena se acercó a darle el beso en la mejilla acostumbrado, el olor a lavanda y anís lo envolvió. Le recordaba unos panecillos que su madre preparaba cuando él era pequeño. Muchas veces había querido decírselo a Elena, pero se había detenido. Temía sonar como un muchachito idiota. Esbozando una mueca que casi parecía una sonrisa, Mateo la besó de vuelta y la observó, suspicaz.
–       ¿Qué pasa?
–       Nada, absolutamente nada…¿Té?
–       Por favor, ¡muero de sed!

Mateo sirvió té en los dos vasos, llenándolos hasta poco más de la mitad.

–       Un poco más.

Llenó el vaso de Elena casi hasta el borde. Al dárselo, los dedos húmedos de ambos se entrelazaron durante unos segundos. Ella le miró, traviesa, mientras comenzaba a beber su té.
–       Delicioso… A mi madre no le queda así jamás, por más que Eugenia ya le ha enseñado la receta.
–       Estoy seguro de que las habilidades de un ama de llaves no tienen nada de notable… aunque tal vez preparar limonada no es tan sencillo como sólo seguir unas instrucciones y usar ciertos ingredientes. En ese sentido podríamos decir que es muy parecido a pintar, ¿o no?

–       ¿Qué quieres decir?
–       Que podrías comprarle a otra chica casi tan linda y bien educada como tú los mejores materiales, las pinturas más finas, el caballete más moderno…pero no pintaría como tú.

Elena resplandeció.

–       ¿Cuándo te volviste tan halagador?
–       Lo achacaré a la melancolía.
–       Hmmm…No conocía ese aspecto tuyo. Bien, toma asiento…Ya sabes qué hacer. Sólo beberé un poco más y listo.

Mateo se sentó y trató de colocarse en la misma posición que había adoptado cientos de veces. Trataba de no gesticular demasiado. Aunque era la primera vez que posaba para un retrato, tenía desde el inicio una noción inequívoca de lo que se debía y no se debía hacer al posar. Sabía que era malo para la calidad del retrato hablar demasiado pero Elena hablaba todo el tiempo y él tenía que responderle.

–       ¿Por qué no te gusta la luz del sol? Pareces una de esas criaturas de la noche de las que me hablaba mi abuela.
–       ¿Ella las conocía?
–       No, ¡ojalá!… Mi abuela sólo era una viejita mentirosa y desesperada por hacerme ir a la cama temprano.

Buscó una respuesta entretenida, adecuada. El ama de llaves no volvería sino hasta el día siguiente. Era vital que Elena se quedara todo el tiempo que fuera necesario.

–       Supongo que no me gusta cómo me veo durante el día. El sol me parece escandaloso. Su ostentación me parece vulgar.
–       ¿Vulgar? Tienes unas opiniones tan…
–       ¿Extrañas?
–       Iba a decir peculiares, pero sí, supongo que más bien son extrañas. Tú eres extraño, querido.
–       Imagino que tus amigos son ordinarios. ¿No te aburre una existencia tan plácida y predecible?
Mateo escuchó las pinceladas, el suave ronroneo que producía el pincel al hacer contacto con el lienzo. Era un sonido casi hipnótico.
–       Puedes decirme lo que piensas – dijo, consciente de lo ansioso que se escuchaba.
–       No puedo decidir si eres un atrevido…o si tus habilidades sociales son muy limitadas.

La sonrisa de Elena disminuyó, mientras su concentración se alejaba. Luego de una extensa pausa, finalizó su respuesta.

–       Tal vez tienes razón. El aburrimiento es una posibilidad que no había considerado con detenimiento.

¿Por qué no le proponía matrimonio a Elena de una vez por todas? La respuesta era muy simple: muchas de las cosas que le gustaba hacer requerían – o mejor dicho, exigían – una total soledad. El otro inconveniente es que la amaba. Habían transcurrido casi tres años desde que se frecuentaban y aún no había dado con una solución a este insignificante pero molesto problema. Hace unos meses, justo cuando estaba a punto de darse por vencido, había tenido la fortuna de encontrar una salida.

Pasaron largo rato en silencio. Aunque el calor era sofocante, a la sombra había comenzado a soplar un viento ligero y agradable que calmaba un poco los ánimos exaltados de verano. Elena mezclaba colores en su paleta y no permitía que la distrajeran las moscas ni el sonido que hacían las hojas de los árboles. La meticulosidad de Elena le parecía  una cualidad entrañable. Él también era meticuloso aunque no podía hablar de ello con ninguna persona. Él comprendía mejor que nadie que existían actividades que requerían una completa atención, que esclavizaban a quien las ejecutaba. Elena estaba completamente sometida a su oficio y esto hacía que sus sentidos sólo tuvieran atención para el color, la luz, la sombra y la textura. Mateo se consideraba un artista con una dedicación que rivalizaba a la de Elena e incluso, tal vez, la sobrepasaba. ¡Cómo le hubiera gustado conversar con ella, antes de que terminara el retrato, acerca de tantos temas!… Cuando terminaba una pieza, siempre se descubría a sí mismo pensando en cuál sería la opinión de Elena. Esto era doloroso y una señal inequívoca de que el plazo llegaba a su fin.

Todas las amistades tienen fecha de expiración y la suya se acercaba.
O tal vez ya había pasado y sólo hacía tiempo. Pero no podía posponerlo más.

–        Elena…
–       ¿Sí?
–       Lo he pensado bien y no quiero que te lleves el retrato para hacerle retoques.
–       ¿Acaso tu vanidad te exige que lo cuelgues inmediatamente en tu salón? Si es así, creo que debes saber que los retoques harán que tu vanidad quede aún más satisfecha. Es bueno esperar, créeme. No sabes las veces que–
–       No es vanidad… Prefiero que no le hagas nada más. Quiero que sea lo más auténtico posible.
–       No estoy segura de entenderte… Supongo que está bien. Después de todo, eres el cliente y además, mi amigo.
–       ¿En ese orden?
–       Por supuesto,  ¿creías que venir diario a visitarte es un placer que soy incapaz de negarme a mí misma? – dijo Elena, burlona.

Él no podía moverse – aún estaba posando, qué tedioso era aquello – pero se mordió los labios para no sonreír.

–       No lo sé. Tú y yo sabemos que eres capaz de negarte a ti misma muchas cosas…salvo mi compañía.
–       ¡Presumido!
–       Tengo razón y lo sabes. La idea del retrato fue tuya.
–       Lo propuse porque tú lo insinuaste cien veces en el transcurso de una sola cena. Además, si hubiera sido mi idea no te hubiera cobrado.
–       No estaría tan seguro…
–       ¿Cómo te atreves? No sonrías, que la expresión quedará horrible. ¡Quieto!

Hicieron una pausa a mediodía. Entre los dos llevaron el caballete, los óleos, las sillas, la mesita y todo lo demás al interior de la casa. Se instalaron en la biblioteca, en donde las cortinas estaban siempre cerradas, por lo cual  encendieron velas y lámparas. En esa casa se vivía una noche eterna. Elena se quejó repetidamente de lo oscuro que estaba al interior de la propiedad. Mateo sólo sonreía.

Una vez dentro, Mateo posó durante poco más de una hora y Elena pintó hasta que estuvo satisfecha con el resultado. Mateo no había visto el retrato durante el proceso así que el momento de la revelación final cobró una importancia aún más marcada.

–       Acércate, he terminado.

Conteniendo el aliento, Mateo se acercó haciendo el menor ruido posible, como si evitara sorprenderla a pesar de que ella le veía atentamente. Le parecía que cualquier sonido podía alterar la precaria atmósfera de intimidad que tanto había llevado conseguir. Cuando por fin estuvo frente al retrato, no pudo evitar entreabrir los labios.

–       Considerando lo difícil que te resultó estar quieto, creo que lo hicimos bastante bien.
–       …
–       ¿Y bien? ¿Qué opinas? El suspenso me está aniquilando.
–       …Es extraño…
–       ¡Lo odias!
–       En lo absoluto, me gusta muchísimo… Me encanta. Es sólo que es raro verse a uno mismo como lo ve alguien más. Verse dentro de un lienzo es…
–       … ¿Emocionante?
–       No lo sé. Estoy ahí en ese retrato y también aquí, contigo, en esta habitación…
Mateo se dirigió a uno de los sofás, se recostó, se quitó el saco y desabrochó un par de botones de su camisa – de seda negra con un intrincado diseño floral en relieve, finísima – al tiempo que apoyaba el brazo derecho sobre su frente.
–       ¿Estás bien?
–       Sólo estoy un poco mareado, creo que necesito comer algo…
–       Será mejor que me vaya.
–       ¡De ningún modo!
–       ¿Disculpa?
–       Perdón…Quise decir…Elena, no puedes dejarme solo en este estado. Por favor, quédate a comer.
–       Ya es tarde. Si me quedo más tiempo, se–
–       Por favor. Significaría mucho para mí. Es…eh…una celebración. ¡Por haber terminado el retrato!

Al ver el rostro de Mateo, Elena tuvo la sensación de estar mirando a un niño, con esa alegría desesperada y frágil. Era el rostro de un niño a quien le habían prometido una recompensa – un juguete, tal vez un dulce, un paseo… A ella siempre le habían gustado los niños, pero hasta ahora no había tenido suerte en hallar un marido. Algún día pensó que Mateo podría ser el hombre que buscaba – pero habían pasado años desde que se conocían y él jamás había hecho la pregunta.

–       Está bien.
Mateo sonrió.
–       Le di el día al ama de llaves y al cocinero.  ¡Prepararé algo delicioso, sólo para nosotros dos!

 

* *

 

–       ¿No te da miedo?
–       ¡Precisamente por eso me encanta! Ni a Hermila le gusta venir a limpiar aquí, siempre manda a la nueva.
–       A mí también me daría pánico… ¿De quién es?
–       Ni idea. No está firmada pero nos dijeron que tiene al menos ciento veinte años de antigüedad.
–       ¿Y el tipo quién se supone que es?
–       No sé. Estaría interesante averiguarlo.
–       Mejor vamos a tu cuarto, ¡me da no sé qué estar hablando enfrente de esta cosa!

La habitación es enorme, con paredes negras pero suficiente luz exterior que evitan que resulte opresiva. El piso es de madera oscura. De la pared, justo encima de la cama, cuelga un poster enmarcado de Dustheadsde Basquiat. Hay ropa tirada en el piso por todas partes. Cerca de la cama hay un caballete con un lienzo en proceso. Junto a la ventana, un block de bocetos. Aquí y allá hay recortes de revistas, fotografías y demás imágenes de procedencia variada, ya sea encima de algún libro o superficie; o bien, pegadas a las paredes de manera burda mediante trozos irregulares de cinta adhesiva.
Lucía se sienta en la cama deshecha. Le gusta dormir hasta mediodía lo cual significa que las encargadas de la limpieza no pueden entrar a hacer su trabajo sino hasta las últimas horas de la tarde, si es que acaso pueden. Son ya las dos.

–       ¿Vamos a comer?
–       No tengo hambre, apenas desayuné hace una hora.
–       Santiago nos invitó, ¡anda, ven conmigo! Tienes que salir, sólo te la pasas pintando. Te has vuelto de lo más aburrida.
–       Estoy a la mitad de una pintura.
–       Me pregunta por ti cada vez que lo veo.

Lucía no responde y se limita a mirar a Katia con una expresión indiferente. Katia voltea los ojos hacia el techo con exasperación y murmura con desgano una despedida mientras sale de la habitación.

Lucía se recuesta en su cama y se pasa la mano por el cuello. Pegajoso. Anoche hizo demasiado calor, algo raro para esta época del año. Al despertar no pudo bañarse porque Katia ya la estaba esperando en la sala. Lucía detestaba las visitas, pero las convenciones sociales exigían que fingiera lo contrario. Luego de esta despedida, es poco probable que Katia regrese durante varios días. Quizás, con algo de suerte, no la verá de nuevo en semanas.

Lucía abandona la cama y se desviste con pereza. Se parece un poco a su padre en eso; aunque él más bien parece un oso que acaba de despertar de una hibernación de meses. Ella, en cambio, tiene una elegancia fluida, reptiliana…. Sabe que puede tomarse más tiempo para todo porque de cualquier forma llegará a cualquier lugar antes que todos los demás.

Ya desnuda, llega al cuarto de baño. Frente a la puerta hay una orquídea que suele confundir por su apariencia plástica. A veces aquello que parece más artificial resulta ser lo más auténtico: lo único real en un mundo de ecos y de sombras. Cierra la puerta con seguro para luego acercarse a la tina – inmensa, de mármol gris con vetas blancas y rosadas -, abrir las llaves y verter dentro de la tina un chorro de burbujas líquidas.
Mientras espera que esté listo su baño Lucía observa el retrato. Está dentro de una vitrina especial anti-humedad que puede abrirse girando una perilla. No hay combinaciones sofisticadas ni tecnología de museo; después de todo no se trata de una obra famosa. Recuerda bien lo que el de la galería les dijo a su padre y a ella cuando la compraron. Verla en un espacio público es diferente a invitarla a su hogar, a vivir con ustedes. Estar con ella en la oscuridad es distinto.La mayoría de los compradores se habrían amedrentado. Desde que Lucía la vio supo que debía tenerla e incluso sabía en dónde la iba a colocar.

Pintar era una forma de meditación, quizás de invocación; aunque no sabía exactamente a qué o a quién llamaba con sus trazos. Lucía sonríe mientras mira el retrato: la piel blanca del hombre (si es que era en verdad un hombre) es casi tan blanca como la suya; los dedos filosos y esos pequeños dientes amenazadores. Es extraño que el artista hubiera pintado a alguien con la boca entreabierta. ¿Quién eres?

Lucía pinta casi todo el tiempo desde que terminó la preparatoria hace un par de años. A diferencia de la mayoría de los artistas emergentes, puede permitírselo. No siente afecto por nadie y sólo tolera a algunas personas, entre ellas a su padre. La única piel que le interesa es la de sus lienzos.

Su relación con este retrato ha llegado a un punto en el que ella ha llegado a comprender que lo que siente por él es a lo que se refiere la mayoría de las personas cuando hablan de ‘cariño’ o ‘amistad’.

La gente solía parecerle extraña pero hace un tiempo entendió que en donde solía creer que había un misterio sofisticado e inexpugnable, resulta que sólo hay un hueco cuya forma y tamaño varía muy poco de una persona a otra. La gente trata de llenar ese hueco durante toda su vida y a pesar de ello nunca consigue hacerlo desaparecer del todo. Antes Lucía pensaba que no tenía ese vacío, pero recientemente se percató de su error. Quién sabe: tal vez había nacido completa pero en algún punto de su adolescencia había perdido algo. Quizás en su caso el hueco es mucho más pequeño que el de la mayoría de la gente, pero está ahí. Trata de llenarlo pintando, lo cual funcionó al inicio. Hoy sus noches y días se alargan cada vez más y algo dentro de ella ha comenzado a pudrirse. La urgencia por encontrar la pieza faltante es enorme;  le aterra integrarse a esa mancha gris y amorfa de la normalidad.
–       A veces imagino que estás frente a mí de verdad en este lugar, viéndome desnuda mientras me baño.

El retrato no reacciona. Su mirada continúa impasible, la piel igual de pálida y la boca entreabierta como desde hace más de cien años. Lucía sostiene la mirada, sonríe y mete primero el pie izquierdo, luego el derecho, en la tina. Cierra las llaves y se sumerge poco a poco, como si estuviera a media coreografía de un ballet que sólo ella conoce. Mientras se mueve, conserva la mirada fija en el retrato. Una vez que su cuerpo se ha sumergido hasta el cuello, apoya ambos brazos en las orillas de la tina y se hunde por completo. Ahí permanece durante varios segundos para luego emerger como una fuente, salpicando agua espumosa de color turquesa.
El retrato está igual. Le pareció percibir movimiento pero no fue nada, sólo una ilusión al estar bajo el agua, se dice con notable decepción. Toma una toalla del montón que está atrás de la tina, la dobla y la coloca entre su cuello y la tina, a manera de almohada. Quiero saber quién eres…

 

* * *

Siempre lo has sabido. Quieres saber qué ocurrió hace tantos años…El aire es fuego, no hay luz, avanzo a tientas. No debo hacer ruido, no debo caer. No puedo respirar. Escucho un sonido metálico. Vidrio.  Debo ir, ver, aquí está húmedo, mis pies están mojados pero no es…Ella no era como tú. Los libros saben, los libros vieron, las velas también lo absorbieron en su sombra…La escucho gritar…Ella lo sabía…Tenía miedo de admitirlo pero siempre lo supo, igual que tú, igual que yo…Y así el grito sigue y lo escucho y su voz es mi voz pero no temo. Vuelvo a casa…¿Lo sientes? ¿Sabes cuál es mi ceremonia y mi altar?… Cuchillos y luego algo explota y salpica y de repente todo se llena de luz…Estás aquí porque yo te he permitido entrar, quiero mostrarte… ahora sé quién eres y ella está aquí también y cortas un trozo de su muslo y la sangre brota y se extiende como lava y puedo tocarla y la toco y está caliente muy caliente pero entonces me observas…Sí, éste soy yo y ésta eres tú, ¿ves el corazón?…Le abre el pecho, con un cuchillo abres su pecho y luego tus manos separan la piel, la penetran…Su corazón, era hermoso, ¿ves cómo palpita? Acércate, puedes besarlo…Quiero acercar mis dedos a mis labios pero no puedo están lejos de mí, lejos, ella es tan hermosa, su piel es rosa como los labios de un bebé, las velas la cubren, su vestido empapado de sangre está sobre la mesa y hay platos y cubiertos y él se la está comiendo…¿Puedes sentir el sabor de su sangre, la textura de su carne?…Me acerco, quiero tocar su rostro pero no puedo hay algo más aquí y siento que no puedo respirar no hay aire sólo calor y el olor de la sangre, ella aún se mueve y luego él devora otro pedazo y veo su rostro mi rostro…Lucía, hemos estado esperándonos durante largo tiempo…Sé que debo irme pero quiero quedarme, quiero saber qué forma tiene ese trozo de carne, no quiero olvidarlo, no, eso es, eso es, quiero irme, quiero despertar, quiero despertar…

Despiertas violentamente. Has tragado un poco de agua y toses y chapoteas mientras intentas recuperar tu patrón de respiración usual. Algunas de tus lágrimas se confunden con el agua. Los objetos recobran con calma su definición habitual. Te pican los ojos y tu piel está erizada, arrugada, ¿cuánto tiempo ha pasado desde que entraste en la tina? Sales de ella con calma, tomas la bata que está tirada en el piso – suave, color ciruela. Caminas con torpeza hasta el espejo. Tiemblas. Los cristales empañados no te permiten ver tu rostro, tienes que verte y saber que eres tú. Frotas el espejo que está encima del lavabo y logras despejar parte de la superficie, puedes verte al fin aunque no por completo y notas que – fuera de tus mejillas enrojecidas – luces igual. Tu respiración aún es entrecortada. Después, sientes algo que tardas unos segundos en identificar.

¿De modo que así se siente la paz?

Por primera vez en años, sonríes. Volteas a ver el retrato como para asegurarte de que sigue ahí, colgado dentro de su vitrina protectora y así es, aún está en ese mismo lugar. Mateo – ahora conoces su nombre – te devuelve la mirada, impasible, atrapado en esas dos dimensiones teñidas de óleo y sangre. Te acercas al retrato, giras la perilla de la vitrina y la abres. Descuelgas con cuidado el retrato tomándolo por el marco. Es más pesado de lo que recuerdas. Con esfuerzo y con el pulso todavía tembloroso, lo colocas en el piso junto al lavabo, abres la puerta y vuelves a tomarlo, esta vez entre ambos brazos, pesa más de lo que cualquiera imaginaría, la madera del marco se siente vieja y porosa, por poco resbala entre tus manos húmedas pero de alguna forma consigues aferrarte a él. A zancadas lo llevas al pie de tu cama. La madera cruje ligeramente pero esto ya no importa.

La habitación es un vientre cálido y húmedo.  Cierras bien la puerta para evitar interrupciones y te quitas la bata con prisa. Te acercas, desnuda como una herida, al retrato. Deslizas sobre él las palmas de tus manos y las puntas de sus dedos, reconociendo esa piel que hacía mucho no tocabas. Agua gotea de tu cabello y cae sobre el retrato, mientras que comienzas a reír como solías hacer cuando eras esa niña que se divertía matando hormigas y rebanando lombrices en el jardín de la casa, esa Lucía que dormía pero ahora despierta por el beso de la sangre. Sientes tu lengua asomar de entre tus labios y lo último que pasa por tu mente es que ya no eres capaz de controlar tus impulsos: lames el retrato con ternura y voracidad. Ahora el retrato yace completamente sobre el piso y tú estás sobre él, éste es tu sitio…

Los minutos pasan lentos, oleaginosos. Desde que saliste del baño tu piel no ha dejado de transpirar de manera continua y profusa. El retrato se siente cada vez más cálido bajo tu cuerpo.

Sonríes. Acurrucada encima del retrato, comienzas a rascar una de sus esquinas con la uña de tu índice izquierdo. Te complace ver que sí, que funciona. La piel cede fácilmente. Está húmedo, vivo, tierno…Luego de unos momentos, tu dedo penetra el tejido, ¡sí! Tomas con firmeza el trozo desprendido entre tus dedos y jalas fuerte, desprendiendo una tira lánguida, sangrante, tibia…Tus dedos se tiñen de rojo, el piso comienza a encharcarse y entonces arrancas la tira de lienzo y la introduces en tu boca, la masticas, la engulles. Continúas así durante un largo rato, destrozando devorando a Mateo. Puedes saborear, por fin, la sangre de Elena, mezclada con la suya.

 

* * * *

 

Son las diez de la mañana del día siguiente. La criada Hermila toca la puerta de la habitación de Lucía.
–       ¡Pasa!
Hermila le da los buenos días y pregunta si puede comenzar a limpiar la habitación.
–       Adelante, de todas formas estaba por levantarme.

Hermila está acostumbrada a ir por la habitación con cuidado, siempre tienen la sensación de estar penetrando en una especie de santuario. Luego de casi diez años de tratar con ella, la señorita Lucía no acaba de caerle bien. La señorita es talentosa, eso sí – al menos es lo que ha escuchado decir a su patrón y a muchos otros visitantes frecuentes de la casa. Sólo ha visto algunos de los cuadros y dibujos de Lucía y a Hermila le parece que hay personas que son demasiado extrañas para este mundo.
Al pie de la cama de Lucía, un charco rojizo llama su atención. Parece que Lucía pudiera leer su mente, así suele ser y a Hermila le incomoda mucho.
–       No te molestes en limpiarlo…Yo me encargaré de eso al rato.
–       Está bien, señorita. Comenzaré aquí y al rato mandaré a la otra muchacha para que limpie el baño.
–       Puedes limpiarlo tú esta vez. El cuadro que tanto te asustaba ya no está ahí.
–       …
–       Pensé que te alegraría saberlo… ¿Quieres ver en qué estuve trabajando anoche?
–       Eh…

Lucía se levanta de la cama hacia donde está su caballete. Lo gira para que Hermila pueda ver bien su nueva creación.

–       ¿Te gusta?
–       …
–       ¿Hermila? ¿Qué te parece?
–       Ay señorita…Yo no sé de esas cosas. Pero sí, se nota…Es usted muy talentosa, como siempre lo dicen todos.
Lucía sonríe.
–       ¿Y entonces qué pasó con el retrato del baño, señorita?
–       Nada importante…Cosas que pasan. Pero no le vayas a decir a mi papá.
–       Claro que no, señorita.
–       Bueno…Me voy a dar un baño.

Lucía desaparece tras la puerta del cuarto de baño. Hermila se queda sola en la habitación, contemplando la obra más reciente de su joven patrona. Le parece que el retrato del baño era menos amenazador que éste.

Dentro del baño, Lucía canta.

 

Texto de Bere Parra obra de Marci Washington. 

 

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