Gamer
Texto por El viajero loco
Fotografía por Mr Alterboy
Todavía recuerdo aquel día que a la distancia, vi a mi mamá llegando a nuestra pequeña casa de cartón con una caja bajo el brazo. Pensé que había comprado una grabadora o algo así, no le di mucha importancia. Minutos después descubriría que había comprado –en oferta supongo- un Nintendo Entertainment System. Era 1991 (o 1992), y compró un NES porque supongo que comprar un Super NES era prohibitivo económicamente.
No era la primera vez que jugaría videojuegos; jugaba con un Atari 2600 que me prestaba una tía de vez en vez, y por supuesto, las “maquinitas”; conocidas como arcadias. Por cierto, Street Fighter 2 nos hizo a muchos perdernos por horas en nuestra pandilla al punto de casi nalguearnos nuestros padres.
Jugar el NES con mis papás fue de lo más divertido, mi mamá parecía saltar cada que Mario saltaba y elevaba el control hacia el techo para que saltara a las tortugas y no cayera al precipicio. Jugar así fue muy divertido y supongo que hacernos felices en medio de ese lugar con casas de cartón era lo principal.
El Super NES nunca lo tuve, más que rentado por un fin de semana, y de cualquier manera fue muy divertido. Cuando salió el Nintendo 64 fue algo extraordinario poder jugar The Legend Of Zelda: Ocarina of Time al lado de mi hermano menor sin saber mucho inglés. Recuerdo que jugábamos con un enorme diccionario inglés-español junto a nosotros para poder ir avanzando y entendiendo la historia. Luchar en la tierra, en el agua, en la lava junto a mi hermano, y aunque cada quién tenía su archivo de juego, si alguno se trababa el otro lo ayudaba. Nosotros simplemente jugábamos.
Tiempo después llegó la crisis económica, salí de la preparatoria y me fui a otra ciudad a estudiar mi carrera universitaria. Al regresar, ya trabajando pude comprarme un Gamecube, y lo hice solo por un juego, porque la verdad nunca dejé de leer o comprar Club Nintendo y otra revista española de videojuegos que en ese entonces era muy popular. Ese juego fue Eternal Darkness, una maravilla y creo la única maravilla de Silicon Knights. Lo jugué y acabé tres veces, porque había que hacerlo así con las tres gemas para terminarlo de verdad, no por un “logro desbloqueado” publicado en Facebook, era puro reto personal.
Tiempo después descubriría el Xbox y su maravilloso Halo, que a diferencia de los FPS de PC no me hacía marearme y querer vomitar, descubriría también el Playstation 2 (nunca jugué con un Playstation original), y así comencé a comprar y jugar más juegos no solo de Nintendo. Al final, dejé al Nintendo Wii a un lado, empolvándose mientras mi Xbox 360 parecía dominar la habitación, seguido por el Playstation 3.
Compré el Wii U casi por inercia, sin esperar mucho. Pero fue maravilloso descubrir un Super Mario Bros en HD. Vinieron mis sobrinos a jugar y junto con mi hermana y mi cuñado todo fueron gritos y risas y controles manchados de pizza y la pantalla del Gamepad llena de marcas de deditos. Me acordé del día que mi mamá llegó con el NES bajo el brazo, cuando ese NES nos hacía olvidar que vivíamos en una casa de madera, y me hizo recordar los tiempos en los que jugar videojuegos era para divertirnos, ya sea en familia o con amigos, y gritar y recorrer mundos extraños con asombro, sin importar si se ve en HD o SD, porque en ese entonces, esos personajes pixeleados los transformábamos con nuestra imaginación en el héroe todopoderoso que salvaría a la princesa en un vasto mundo desconocido.
No soy un fanboy de ninguna consola, reconozco que cada una tiene lo suyo, pero si sé que el Wii U me ayudó a recordar que divertido es jugar videojuegos sin demasiadas pretensiones. Y heme aquí que he vuelto a comprar Super Mario World y divertirme de nuevo, y adquirir Super Metroid que reconozco, no había jugado antes.
No sé si “Gamer” sea –aún– una mala etiqueta o no, o si es solo el resentimiento de los mayores de 30 con la mercadotecnia actual, pero si sé que de vez en vez, me siento a jugar y me pongo unas botas, tomo una espada o una metralleta y me voy a salvar al mundo de los locust o a rescatar una princesa, como lo hacía de niño, hasta que se me acaben las vidas. O la vida.
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