El discreto arte de stalkear: el espacio entre las verdades (IV)
Texto por Sergio Enciso Marín
Fotografía por Felipe Barragán
Estaba la otra tarde yo conversando con mi amiga Camila y su esposo, Jorge; fui a visitarlos antes de que se acabaran las vacaciones. Tomábamos cafecito con galletas mientras recordábamos anécdotas de compañeros de la universidad o de gente que conocíamos de la vida bajo el solecito en el patio de su casa; eso es lo que hace uno con los amigos de vieja data.
Estábamos conversando de esas charreras cuando recordé el caso de Adriana, esta amiga que tenemos en común en el Facebook. Resulta que a mí se me hace tremendamente divertido leerla porque ella tiene dos hijos, un niño de dos años y medio y una niña de uno. En su cuenta de Facebook Adriana postea con regularidad fotos de sus niñitos y escribe textos cortitos sobre las pequeñas y tiernas aventuras que tiene con ellos. La mayoría de sus relatos son conversaciones que tiene con el niño mayor, intercambios de frases cortas pero significativas que revelan una interacción familiar llena de sentido en las que su hijo logra sorprenderla e incluso a veces cuestionarla.
Yo no tengo hijos pero supongo que las personas que los tienen saben que la vida cotidiana está llena de esos momentos. Leer esos pequeños fragmentos de intimidad a mi siempre me ha parecido fascinante, me encanta esa pequeña ventanita al interior de su cariño familiar. Sin embargo, a veces siento que las narraciones de Adriana pueden llegar a tornarse en un poco cursis e incluso demasiado reveladoras. Por ejemplo, tales charlitas suelen estar ambientadas en el momento de ir al baño, o durante discusiones familiares, o en un jacuzzi, o en la ducha. Exactamente eso les dije a mis amigos y el Jorge pareció estar de acuerdo conmigo. Juntos llegamos a la conclusión de que esas publicaciones semanales suelen tener su rareza pero revelan lo linda que puede ser la vida familiar de Adriana.
Camila nos miraba sorprendida porque no conocía aquellas pequeñas historias. Ella no tiene cuenta de Facebook –Jorge sí—, entonces no está enterada de lo que sucede por esos lares.
La última vez que Adriana vino de visita –nos interrumpió Camila, para contarnos con cierta premura—en diciembre con los niños ninguno de los dos hablaba. El niño, el mayorcito, a duras penas estaba pronunciando palabras. Ese día que estaban aquí el niño señalaba las cosas para que su mamá se las alcanzara pero yo no recuerdo que dijera mucho. Eso sí, gritaba como medio endemoniado. No estoy seguro de que ese niño tuviera la capacidad para sostener una conversación como la que ustedes me cuentan. Además, el año pasado Adriana tuvo un problema terrible porque en el hospital se dieron cuenta de que la niña tenía un retraso en el desarrollo y estaba mal alimentada. Aún no logra sostenerse y no camina y la tienen en monitoreo constante en el bienestar familiar.
No dudo que la vida familiar de Adriana está, de hecho, llena de momentos bonitos. Aún así lo que dijo Camila me dio a entender que no todo lo que ponemos en Facebook revela la totalidad de la historia.
Al final cambiamos de tema y seguimos conversando sobre alguien más que no veíamos hace tiempo pero ciertas dudas quedaron rondándome la cabeza: ¿hasta qué punto uno completa las historias de las personas a quienes sigue en redes rellenando los espacios vacíos con opiniones o cuentos propios? ¿Cuál será el rollo que la gente se ha inventado sobre lo que uno postea? ¿será que nosotros, uno mismo y sus amigos o contactos, estamos siendo conscientes del reflejo que estamos enviando en redes sobre nuestras propias vidas?
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