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Ciudad de Monstruos

Fotografías por Mitch Cullin.

Cuando la alarma sonó eran alrededor de las seis de la mañana. “¿Y si mejor no tomo ese autobús?”, la idea vagaba por mi mente desde hacía ya algunos días, días que parecían cronometrar el tiempo que quedaba para enfrentarme a uno de mis más grandes miedos: La ciudad de los monstruos, de MIS monstruos. Pero por más que buscaba pretextos no encontraba alguno que justificara válidamente mi ausencia aquella noche.

Salí de la cama y tomé un baño. El chorro de agua caliente sobre mi cuerpo no disipó las dudas, tampoco lo hicieron el café de cada mañana ni el hecho de que el viaje ya estuviera pagado. Si acaso lo único que continuaba empujándome a recorrer esos 416 kilómetros aquella mañana era que dentro de unas horas mi mejor amiga estaría pronunciando las palabras “y prometo serte fiel hasta que la muerte nos separe”. 17 años de amistad tenían que ser más fuertes que mis miedos. No podía fallarle. 

11 años atrás salí de la ciudad que me transformó en alguien que no era yo mismo; un hombre roto en pedazos, temeroso de la vida, de las personas, del amor y hasta de mí propio yo. A los 21 años pensé que al irme dejaba enterrado todo mi pasado, me convencí a mí mismo de que en cualquier otro lado podía empezar de cero y escribir la historia de mi vida sin que otros se tomaran la libertad de arrebatarme la pluma para hacer dolorosas anotaciones en el diario de mi existencia. Y aunque siempre he creído que somos el producto de nuestras decisiones; a veces inevitable y dolorosamente terminamos siendo el resultado de las decisiones de otros. 

Aún nervioso abordé el taxi y me dirigí a la central de autobuses del norte. Llegaría apenas dos horas antes de la ceremonia y planeaba regresar a mi departamento en la Ciudad de México (mi lugar sagrado y seguro) tan pronto como la recepción hubiera terminado, no necesitaba pasar más tiempo del necesario en un lugar que más que buenos recuerdos todavía me provocaba tristeza y ansiedad. Ahí, a los 17 le desee la muerte a mi padre, quien a pesar del abandono cuando llegaba a hacerse presente lo hacía para jodernos la vida a mi familia y a mi. Falleció un año después, su corazón se detuvo de golpe mientras lo sostenía en mis brazos una tarde de Noviembre. Misma tarde en la que la protagonista de la celebración a la que ahora me dirigía se encontraba a mi lado sosteniendo mi mano sin dejarme solo por un momento. ¿Cómo podía pensar en perderme el día más importante de su vida?

Subí al autobús sin problema alguno. Parecía que el destino no quería interrumpir mi camino por ningún motivo. No revisaron mi mochila ni me pidieron que me retirara los lentes de sol antes de abordar como normalmente lo hacen, pasé así como si nada mientras el hombre que venía tras de mí en la fila fue revisado con cautela. Ya arriba me tomé una dosis de clonazepam que podía dormir a un elefante para calmar mi ansiedad, y casi de inmediato me perdí en el sueño. 

Cuando abrí los ojos lo primero que vi fue un club de strippers al que nunca fui pero que recordaba muy bien: “El Paladium”. No tenía idea si seguía en funcionamiento después de tantos años pero me sorprendió que siguiera ahí resistiendo al tiempo. Habíamos llegado. Uno, dos, tres cigarros después decidí tomar el taxi que me llevaría al centro de San Luis Potosí. En aquella ciudad el tiempo no pasa, todo permanece casi intacto, incluso el dolor. 

“No quiero ir”, le había comentado a mi mejor amigo unos días antes sentados en mi recámara. “No he regresado desde que la terapia empezó a despertar los monstruos del pasado”. Él me miró y, como siempre lo hace, me animó a enfrentar esas voces que a pesar de estos 11 años después, de vagar como nómada de ciudad en ciudad, de depresión y de horas de trabajo en terapia seguían atormentando mis pensamientos. “Quizá es hora de que cierres el ciclo” me dijo, su voz era tranquila y sus palabras pausadas pero cargadas de certeza. ¿Pero cómo podía cerrar algo que apenas había recordado en plenitud? Y es que en las últimas semanas ocurrió lo que en todo este tiempo había evitado: recordé con toda precisión la noche, los detalles, el rostro y, lo más importante, cómo encontrar al hijo de puta que 11 años atrás me drogó en un antro y mientras estaba inconsciente condujo en la madrugada por la Carretera 57 para abusar sexualmente de mí en medio de la nada, oculto bajo el manto de la noche y la cobardía que acompañan a todos los depredadores.

Foto: Mitch Cullin.

La ceremonia religiosa era tan sólo a unas cuadras del antro en el que inició todo aquella noche de alcohol y fiesta. Al verme tan cerca del lugar un pequeño ataque de pánico se apoderó de mi cuerpo. Era sábado por la tarde y cientos de personas caminaban por las calles, cada una de las miradas que se posaban sobre mí me volvían aún más paranoico, “saben lo que pasó, saben que soy una persona dañada” me repetía una y otra vez mientras caminaba de prisa en dirección contraria a la Avenida Damián Carmona. El antro ya no existía, pero la sola fachada me provocaba náuseas. 

La boda dio inicio y, al mismo tiempo, otro de los monstruos que me atormentaban salió de la oscuridad  cuando llegó el amigo con el que estaba de fiesta la noche que sucedió el abuso. Era también parte de nuestro grupo. Dentro de mí sabía que lo que había ocurrido no era su culpa, lo tenía claro y aún así el resentimiento seguía clavado en mis emociones. ¿Por qué cuando le dije que no me estaba sintiendo bien dejó que un extraño me llevara?, ¿por qué no se dio cuenta de que el tipo había puesto algo en mi bebida cuando fui al baño y ellos se quedaron en la mesa?, ¿por qué prefirió seguir la fiesta en lugar de acompañarme a mi casa?, ¡¿por qué?!

La recepción se celebró en Villa de Pozos, y al dirigirnos hacía allá por la misma Carretera 57 los monstruos seguían nuestro coche de cerca trayendo a mi cabeza cada momento una y otra vez. ¿En  dónde habrá parado exactamente para esconder el coche tras los arbustos y matorrales? No lo sabía, y cada metro que pasábamos parecía ser el mismo. De lo que sí estaba seguro era de que una vez que la pesadilla terminó y al ver en donde me encontraba, semidesnudo y adolorido, me invadió un terror que nunca en la vida había sentido. ¿Qué más va iba a hacer conmigo? Estaba casi seguro de que me dejaría ahí tirado y lo único que podía pensar era “Dios, por favor que no me mate, por favor déjame vivir”. Y Dios escuchó mis súplicas desesperadas. Mientras yo lloraba en completo silencio él condujo de regreso a la ciudad y me bajó afuera del Parque Tangamanga II, desde donde caminé aún en estado de shock a mi casa.

La novia se veía hermosa, su mirada resplandecía y ni por un segundo la sonrisa se borraba de su rostro. Yo, por el contrario, hacía mi mejor esfuerzo para aparentar normalidad y tratar de pasarla bien, después de todo hacía años que no me reunía con aquél grupo de amigos que tantos momentos maravillosos aportaron a mi vida. Uno, dos, tres, cuatro tragos después y  dejé mi cuerpo fluir al compás de la música y disfrutar de la fiesta y la compañía. Mi novio se encontraba de viaje en Vermont y no había podido estar ahí conmigo. Mi acompañante fue otro de mis mejores amigos, uno en el que puedo confiar mi vida, que me hace sentir seguro y protegido porque sé que jamás permitiría que algo me suceda estando con él. Mucho menos dejaría que  un extraño me subiera a su coche si me encontraba en un estado inconveniente. Fue esa seguridad la me permitió divertirme esa noche. Y dejando de lado por unas horas lo que pasaba por mi cabeza bailé y reí como hacía tanto no lo hacía. 

La noche creció y el cansancio empezó a hacer efecto cuando comencé a despedirme. Al hacerlo me enfrenté a críticas y quejas por haber viajado hasta allá para no continuar la peda hasta que el último soldado cayera, y ahí, mientras abrazaba a una de mis amigas, el mismo amigo con el que había estado de fiesta a los 21 se acercó e introdujo una pastilla en mi boca “para que aguantara más y me quedara”, y si acaso llegué a considerarlo en los momentos de baile y alegría ese fue el último clavo en el ataúd de nuestra amistad. Algunas personas no cambian, y no pude evitar la idea de que todo este tiempo supiera que años atrás habían alterado mi bebida. Sin hacer evidente mi molestia y sin importarme la insistencia por quedarme hasta que todos estuvieran cayéndose de borrachos salí de ahí dispuesto a no volver a verlos en mucho tiempo.

Debían ser las 3 o 4 am, la misma hora en la que la violación ocurrió 11 años atrás, y mientras mi otro amigo y yo regresamos en medio de la noche por la misma carretera en la que fui abusado no pude más y rompí en llanto. Le conté absolutamente todo. “¿Quién es?, ¿qué quieres que haga?”, me preguntó visiblemente perturbado, encabronado y determinado a hacer justicia. “Nada”, fue lo único que pude responder. Había pasado tanto tiempo que no sabía si tenía sentido siquiera hacer algo. ¿Denunciarlo? ¿Buscarlo y romperle la cara? Me sentía tan culpable por no haber hablado en su momento, por haberlo dejado pasar llevado por el sentimiento de asco, por el miedo a que nadie me creyera y me llamaran mentiroso, que me culparan y juzgaran por haber estado tomando en un antro y por la burla que podía causar que un hombre aceptara públicamente una agresión sexual. Pero, ¿y si otros más sufrieron lo mismo a manos de ese criminal? ¿Y si continuó los abusos porque yo no dije nada en ese tiempo? Eso es algo que quizá nunca sabré y de lo que estaré arrepentido toda la vida.

Foto: Mitch Cullin.

Llegamos a casa de mi amigo e inmediatamente nos fuimos a dormir. Cuando desperté estaba en su cama y él dormía en la sala. “Tuviste pesadillas” me dijo. “Estabas gritando y lanzando golpes con ambos brazos y por más que traté de despertarte no pude”. No es necesario contar lo que estaba soñando. Después de comer y reunirnos con otros amigos fuimos al cementerio a visitar la tumba de mi padre, al que hace años perdoné por todo el daño que nos hizo, y a pesar de todo la madurez me enseñó que no todo lo que vivimos fue malo. Dejé un ramo de flores en su tumba y también me fui de ahí. 

El temor me invadía a cada paso que daba por la ciudad. Pues como lo dije, en San Luis nada cambia, las calles, el ambiente y las personas son las mismas, las probabilidades de encontrarme con mi atacante eran para mí muy altas. Quizá él ya no vivía ahí, quizá ya hasta estaba muerto, no sabía qué había sido de él pero no quería averiguarlo. Sólo necesitaba irme lo más pronto posible. 

Mi autobús de regreso a la Ciudad de México salió por la noche con casi 30 minutos de retraso, lo que me provocó enojo por tener que permanecer ahí más tiempo. Al verme ansioso, la señorita a cargo del abordaje me ofreció un asiento en otro autobús que estaba por salir. Aún no sé por qué me negué pero probablemente eso salvó mi vida una vez más. Apenas unos minutos después de haber salido de la central de autobuses y ya sobre la aterradora Carretera 57 mi autobús paró de golpe. A unos metros de nosotros una carambola en la que se impactaron autobuses, coches y camiones de carga había dejado decenas de heridos y varios muertos.

Foto: Mitch Cullin.

El viaje de 5 horas de regreso a casa se convirtió en uno de 16. Estuvimos 11 horas completamente detenidos esperando que los operativos de rescate hicieran su trabajo, y una vez que empezamos a avanzar pude ver muy de cerca el impacto del accidente, los coches prensados como si los hubieran compactado en un deshuesadero, los autobuses con vidrios destrozados, la nariz de un tráiler completamente incrustada en la parte trasera de otro camión, el muro de contención del puente de La Enramada destruido a causa de otro coche que había caído, la sangre ya seca en el asfalto… Cuando pude medir el alcance de lo ocurrido, sabiendo que yo y los que venían conmigo nos habíamos salvado por tan sólo unos metros, decidí abandonar la ciudad de los monstruos con estos en ella. Decidí no cargarlos más conmigo ni dejar que me persiguieran. 11 años han susurrado en mi oído que no tengo valor alguno, que estoy roto, que no me van a dejar vivir en paz y que están aquí para quedarse. Pero ya es suficiente. Cuando abrí la puerta de mi departamento en la Ciudad de México eran las 4pm, mis perros me recibieron con todo el amor que sólo ellos pueden brindarme y durante toda esa tarde dormí quizá como nunca. 

Hoy ya no siento culpa ni remordimiento, atrás queda lo que pasó aquella noche a mis 21 años. Me reconozco y acepto como un sobreviviente de abuso sexual, pero más que nada, como un sobreviviente de los monstruos que llegan con la vida misma. Pude perdonar a mi padre, pude perdonar a mi amigo, pero a pesar de que tomé la decisión de no emprender ninguna acción en contra de mi atacante sé que jamás lo podré perdonar a él. Sé también que no hay nada malo con ello y que uno puede avanzar sin perdonar porque lo más importante es perdonarse uno mismo.

Hoy tengo la certeza de saber quién es después de tantos años tratando de encontrar su rostro y su nombre entre los recuerdos que mi cerebro decidió bloquear por su propia seguridad emocional. Y si por alguna razón del destino él llega a leer esto, que tenga por seguro que no le deseo ningún mal por haberme roto, por el terror que todavía me causa a veces cuando mi propia pareja me toca, por la desconfianza que le tengo a las personas y por esos momentos en los que deseé con todas mis fuerzas tener el valor para acabar con mi sufrimiento y ponerle fin a mi vida. Que sepa que ya no tengo miedo y que el poder ahora está en mis manos.

Foto: Mitch Cullin.

Contrario a todo pronóstico estoy vivo y mi vida sigue adelante rodeado de amor, de planes a futuro y una fortaleza que crece más y más cada día, que encuentra el ánimo en los golpes y las caídas. Aprendí a levantarme, a cuidar de mí mismo y, aunque no es fácil, cada día sigo aprendiendo cómo ser feliz tratando que los sucesos del pasado ya no marquen la manera en la que vivo mi presente. 

Así como yo existen miles de hombres que le dieron el poder a sus agresores para mantenerlos viviendo con miedo, para alimentar a los monstruos y que sigan acechando. A ustedes les digo, de todo corazón, que no están solos, y los invito a que encuentren el valor para retomar las riendas de su vida y sean ustedes quienes escriban su propia historia. Que su futuro sea el resultado de sus acciones, no de las de un cobarde. 

Cuando la alarma sonó los rayos del sol ya entraban por la ventana. Los monstruos yacían dormidos en jaulas a lo lejos, y yo, yo estaba más despierto que nunca. 

Foto: Mitch Cullin.

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