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La muerte del unicornio

La muerte del unicornio

Texto por Enrique García

Un cambio en la Identidad y Cultura Gay es necesario y ser parte de él es responsabilidad de todos los que la conformamos.

Advertencia de contenido sobre experiencia de agresión sexual

Las primeras noches fueron fáciles. Y divertidas. ¿Qué investigador se quejaría de que su trabajo de campo fuera en antros gay? Incluso una profesora se había burlado del ‘sufrimiento’ y ‘sacrificio’ que implicaría mi tarea: 8 meses conviviendo con hombres homosexuales residentes de la ciudad a la que acababa de mudarme; y yo, con 28 años encima, sentía que todo saldría bien. Total, ya había estado en estos lugares, ya conocía gente que me ayudaría y las cervezas estaban a 3 por 100 pesos toda la noche. Nada podía salir mal. O al menos eso creía.

Lo recuerdo bien. Era 16 de marzo del 2018 cuando creé un perfil en Grindr para conocer a los chicos con los que haría observación participante. Estaba nervioso. No es como que fuera nueva para mí la aplicación; pero era la primera vez que la utilizaba con fines de investigación, como otros muchos han hecho en esos tiempos. Pero el nervio duró poco. A los 20 minutos mi perfil era visitado por muchos hombres que querían tener alguna clase de contacto conmigo. Aunque mis intenciones eran claras tanto en mi perfil como en mi discurso, no dejaba de tener la sensación de que era carne fresca por ser engullida. Mi única foto (de frente, de hombros para arriba y sonriente) era profanada con piropos no consentidos y perfiles sin rostro muy insistentes. Disfruté la atención, pero solo eso.

Después de un tiempo logré establecer una red de contactos. Muchos de ellos estaban listos para compartir conmigo sus experiencias, los lugares que frecuentaban, y como me lo hacían saber una y otra vez, tal vez su cama. Como yo tenía pareja, y todo mundo sabía, los comentarios se me resbalaban y, con tal de sacar el trabajo que debía hacer, me limitaba a sonreír y beber de la cerveza que me permitía tomar sin embriagarme, una a la vez, cada hora. Gracias a los contactos pude observar muchas cosas locas en estos espacios. No obstante, aunque pedía amablemente que no lo hicieran, las nalgadas y manoseadas nunca pararon, llevándose con ellas un poco de mi dignidad y paciencia, mientras dejaban una sensación sucia que no se quitaba ni con la ducha.

“Todos lo hacen aquí, no sé de qué te quejas”.

Efectivamente. Aunque la ciudad es pequeña y no tiene lugares ‘de ambiente’, los antros, cantinas y bares, en determinados días y horarios estaban atiborrados de personas LGBTQI+. Hombres homosexuales en su mayoría que buscaban el calor de los cuerpos, la estridente música y las estimulantes luces para perderse entre el sudor, lágrimas y babas de los alcoholizados que disfrutaban de la noche. Mientras tanto, en mi papel de investigador, estaba parado en la barra por horas. A veces solo, a veces acompañado, todas las noches que salía había alguna forma de agresión sexual que me acompañaba. “Es que estas guapito”, me decían. Pero, ¿qué tiene que ver eso con agarrarme el bulto de pronto?

Después de dos meses, la tarea era apenas soportable, particularmente desde que me hice rémora de un grupo de hombres gay que provenía de una ciudad vecina. No los conocía mucho, ni hacía mucha falta, pero estar con ellos siempre terminaba en tragedia. A veces, con alguno de los acompañantes rompiendo una botella contra la pared. A veces con 2 de ellos agarrándose a golpes en plena calle porque “esa pasiva era mía y me la bajaste”. A veces en una orgía, drogas en la mesa, con cinco trabajadores sexuales acostados en la cama. Apenas tomaba registro de los eventos, me retiraba. Aunque no participé en ellos, confieso que todos ellos aportaron a mi tesis sobre la violencia en el mundo homosexual. Estas experiencias eran para mí oro puro, yo les caía bien y me había ganado su confianza.

Pero, un buen día, la burbuja se rompió. Más allá de la violencia sexual que enfrentaba cuatro noches de la semana, se agregaron un par más que nunca vi venir y después supe cómo iniciaron.

Eran las siete de la mañana de un domingo cualquiera cuando mi celular sonó de la nada. Era mi novio, llorando y encabronado, terminando conmigo en menos de 5 segundos y sin dar explicaciones. Desvelado por el trabajo de campo de la noche anterior, que por lo general acababa a las 3am, no entendía lo que pasaba. Después de insistir 4 horas, me dice que ha estado hablando con un fulano en Instagram, quien le diría que me andaba besuqueando con uno de mis informantes. A la vez que le oía, yo estaba en modo seek and destroy, y como buen investigador, supe lo siguiente:

Resulta que uno de mis informantes clave estaba enamorado de mí, pero como sabía que no le haría caso a) por mis escrupuloso rol como investigador, b) porque tenía pareja (en ese momento aún no habíamos aperturado la relación), y c) porque le había dicho que no me interesaba, decidió empezar un chisme sobre cómo éramos novios desde hacía meses. Al contar lo maravilloso que era estar saliendo conmigo con sus amigos, uno de ellos llegó a investigar sobre mi vida personal y a indagar quién era mi pareja. Después de un tiempo, me enteré que su amigo y mi informante había tenido una conversación al respecto, negociando la posibilidad de separarme de mi pareja para que yo estuviera soltero de nuevo. Al menos eso creía.

Afortunadamente para mí, mi pareja comprendió que todo se trataba de un invento. No obstante, el enmendar el malentendido con mi pareja había iniciado una guerra silenciosa contra el mundo gay a mi alrededor. A pesar de que lo confronté y le pedí explicaciones solo se limitó a decir: “No puedo hacerme responsable de lo que otras personas digan sobre lo que digo. Seguramente me entendió mal y de ahí fue de chismoso con tu niño”. No muy convencido, le pregunté si quería continuar con el seguimiento que hacía a él y a su grupo de amigos. Él accedió, y pensé que el tema estaba zanjado. Una semana después tenía al teléfono a un narcomenudista, quien me amenazaba de muerte de seguir saliendo con mi informante. “De ahí salía la coca”, solo pensé.

Uno pensaría que ahí quedó el asunto, que la violencia psicológica a través del chisme y de la amenaza serían suficientes, pero eso solo sería el inicio. Después de cortar toda comunicación con el informante, mensajes diarios bombardeaban mi celular por parte de sus amigos. De “puto”, “joto” y “maricón” no me bajaban, me enviaban fotos que le tomaban a mi pareja sin que él lo supiera y hasta llegaron a desenterrar nudes mías para subirlas a una cuenta de Twitter, diciendo que era un “pitochico” y “malcogido”. Desorientado, confundido y aterrado por tener un capo de la droga en la espalda, no supe qué hacer. Quien se encargaba de dirigir mi tesis era negligente, desconfiaba de las autoridades y, si se lo contaba, la escuela echaría para atrás todo el avance logrado.

La violencia virtual no fue suficiente. Casi al terminar los 8 meses de trabajo de campo mi pareja me vuelve a llamar un domingo por la mañana. Esta vez porque había despertado en una casa vacía, sucia y llena de ratas, con un dolor rectal indescriptible y varios chupetones en el cuello y la espalda. Inmediatamente tomé un transporte donde se encontraba y fuimos a su casa. Él lloraba, no sabía que había pasado. Lo último que recordaba es que estaba en un bar de mi ciudad natal, a solo 1 hora de donde yo trabajaba, y que después de ir al baño, todo se oscurecío. Al día siguiente, fuimos a reportar el incidente, le hicimos pruebas para ITS, obtuvimos un tratamiento antirretroviral y al final, lo atendió una psicóloga. El trauma ya no lo persigue, pero el VPH y el VIH son parte de nuestra relación ahora.

¿Y las autoridades? “¡Ay, joven! ¿Qué se le va a hacer? Sin un perfil de los violadores, no se puede hacer nada”, dijo el oficial mientras sus compañeros se reían ‘disimuladamente’ tras la mesa.

Como es de suponerse, después del incidente decidí terminar el trabajo de campo. Callado y sin motivaciones, terminé la tesis 7 meses después. En el resultado se puede ver que mi emoción ante el tema es nula. Me habían robado el alma; y a mi pareja, su dignidad.. Durante mucho tiempo vivimos esperando otro contraataque de un enemigo imaginario que nos continúa acechando. Aún cuando la sospecha era grande, no teníamos pruebas suficientes para denunciar. Con el paso del tiempo todo fue sanando. Mi pareja ahora se encuentra mejor y ya sonríe de nuevo. En tiempos recientes ya no se siente mal por lo sucedido y vamos a sus citas médicas cada vez que las verrugas vuelven a aparecer. La paz no ha vuelto ni creo que vuelva a nuestras vidas, pero al menos el recuerdo ya no lo lastima.

La violencia entre los hombres gays es una realidad que hasta cierto punto normalizamos y que hemos hecho parte de nosotros tras haber sido criados en contextos similares. Lo que yo y mi pareja sufrimos no me parece diferente de lo que sufren muchas mujeres todos los días a manos de hombres que creen que, por el simple hecho de ser hombres, tienen el derecho de apropiarse y de hacer lo que quieran con los cuerpos ajenos.

Historias similares las hemos escuchado, sabido o, en el peor de los casos, experimentado en carne propia. No obstante, lo vivido se ha convertido ahora en llamas ardientes que motivan mi trabajo. Cada vez que vivo o veo violencia ya no me callo, ya no puedo, y me ensaño en detenerla. Para mí, la violencia ya no es un fenómeno aceptable; menos si se relaciona con el género.

¿Dónde está la comunidad? No lo sé. Pero sí sé que ser parte de un grupo minusvalorado no es garantía para que todos sus integrantes se lleven de maravilla. Despertar a esta realidad, me ayudó a entender que, si bien no estoy solo, las promesas y utopías gay no pueden ser sólo fantasía. El unicornio blanco y hermoso que las representa violó con su cuerno a mi pareja y desde entonces no puedo dejar de sentir que algo no anda bien del todo. El fantasma de la masculinidad que acecha a la comunidad LGBT+ debe ser eliminado. Entender que ser masculino, es decir, encarnar la virilidad, poseer fuerza y dominar a otros cuerpos no son propiedades que nos hacen mejores que otros es un buen inicio para ello; pero sé que esto no será suficiente para acabar con la violencia que acarrea.

No obstante, confío en la doble cara del poder y las posibilidades que tenemos aquellos que estamos más conscientes de su uso responsable y ético. El revivir de los grupos de auto defensa y de seguridad de la época inicial de los movimientos LGBT+ para hacer comunidad me parece indispensable, en especial en tiempos donde la violencia estatal se manifiesta en brutalidad policiaca y en negligencia ante la pandemia. La democratización del cuidado y la presencia de la ira digna rememora a la lucha de clases del movimiento de Stonewall y de todos aquellos que les precedieron. La revolución se presenta y se repite históricamente ante el continuo oleaje entre la ultra masculinidad y el ‘obstáculo’ que representa la búsqueda de libertad. Con la Nueva Normalidad debiera iniciarse el debate sobre los marcos de justicia para la vida llorada.

Me pregunto si de atenderse a estas u otras recomendaciones la violencia en la población LGBT+ masculina podría erradicarse. No sabría decirlo, pero, mientras tanto, el devenir de aquellas sexualidades, géneros y cuerpos feminizados está en juego. Un cambio en la Identidad y Cultura Gay es necesario, y ser parte de él es responsabilidad de todos los que la conformamos. Observar cómo afectará el rumbo de la historia de las subjetividades, corporalidades y distintos agenciamientos será parte de nuestra labor. La jaula de oro se ha abierto y algunos ya no tenemos miedo. Después de contar estas experiencias solo me queda preguntarte: ¿qué habrías hecho tú en mi lugar?

¿No te habrían dado ganas de quemarlo todo?

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