Adiós, Marla
Mildred Pérez de la Torre
Ilustraciones:
Doris Soto Fainkujen
Qué rico hueles,
me dijo al oído. Luego extendió los brazos, se me colgó del cuello y lo besó sutilmente. Todo estaba muy oscuro. Luces rosas, azules y verdes centelleaban al ritmo de la música. Mejor me fui. No estaba acostumbrada a que me tocaran de esa forma. No desde hacía mucho. Y menos a tanta gente, tanto ruido. ¡Búscame!, gritó. Yo la miré y le tomé una fotografía mental para que no se me olvidara. Después de todo a eso había ido: a buscar a alguien. No podía engañarme a mí misma. Había decidido salir sin Marla para probar mi suerte. Quería conocer a una mujer más interesante, que no se la viviera encerrada en sí misma ni me tuviera sometida a ese estridente silencio que reinaba entre nosotras. Y lo había logrado.
Aunque huí, la chica me gustó tanto que no podía dejar de pensar en ella; en la voz desconocida que se dirigió a mí, en los ojos oscuros que se encontraron con los míos, en las manos tibias que tocaron mi nuca, en los labios gruesos que rozaron mi cuello. Por más que intentaba, no podía dejar de pensar en ese momento. Revivía esos diez, once segundos, constantemente, desde distintos ángulos, evocándolo, para que no se me escapara ni un solo detalle.
Marla y yo estábamos a punto de cumplir un año juntas. Hasta la fecha me pregunto cómo es que estuve tanto tiempo con ella. Quizá influyó el hecho de que llevaba dos años soltera y estaba cansada de estar sola. Quería compañía. Alguien que me escuchara, así, como Marla, sin interrumpir. He de admitir que un tiempo me hizo muy feliz. Tenía muchísimas cualidades, sobre todo físicas, y aunque me encantaba estar con alguien inofensiva, incapaz de hacerle daño a otra persona, no sé en qué momento creí que sería humanamente posible compartir el resto de mi vida con una mujer de ese tipo.
En los últimos meses de nuestra relación todo empezó a fallar por culpa de muchos obstáculos. El rechazo, por ejemplo. Mis padres no querían saber nada acerca de mi relación con ella. A ti siempre te vamos a querer porque eres nuestra hija pero no vamos a fomentar que estés con esa, recalcaban. Mis amigos, según esto muy open minded, dejaron de invitarme a sus casas después de que la llevé a una fiesta. Mis vecinos, que antes solían contratarme para cuidar a sus dos hijas cuando salían, dejaron de saludarme. Me sentía tan juzgada en todos lados que opté por permanecer en casa con Marla el mayor tiempo posible, siempre con las cortinas cerradas. Solo salía al súper, a visitar muy de vez en cuando a mis padres o a reuniones de trabajo.
Con tal de estar con Marla me aislé del mundo; al principio parecía que vivir así estaba bien, pero ese aislamiento hizo que nuestra vida juntas se volviera monótona e insoportablemente silenciosa.
Marla era una mujer de secretos, de ambigüedades. Esa fue la razón principal por la que me fui desenamorando de ella. Nunca quiso decirme su edad, siempre se negó a contarme de su familia y jamás me habló de sus sentimientos hacia mí. Ese tipo de cosas terminaron fastidiándome. No es fácil estar con alguien que no quiere que la conozcas del todo, que nunca quiere decirte nada. Además, no importaba el tema o lo que sea que yo le contara, Marla no mostraba emoción o empatía alguna. Siempre tenía el mismo gesto. Es normal que termines por cansarte de ver la cara de la misma persona día tras día, pero ver el mismo gesto es aún peor: es un intento fallido de emoción; una mueca tiesa, inamovible, perpetua, que no te dice nada. Esto generó tanta incomodidad que un día empecé a dormir en el sillón, cosa que era muy injusta porque la cama era más cómoda y yo sí trabajaba, no como Marla, que nunca movía un dedo.
Recuerdo que al principio lo que más me atrajo de ella fueron sus ojos, vacíos por dentro. Me enamoré de su aire misterioso, de ese hábito suyo de observarme sin decir palabra alguna. No cabe duda: lo que te atrae al principio de alguien es lo que más odias al final.
A medida que nuestra relación empeoraba —nunca me contaba nada, siempre estaba distante, nunca me ponía atención— más terribles se volvían mis sueños; concluían conmigo deshaciéndome de Marla de mil maneras posibles. Una vez la enterraba en el jardín. Otra la metía dentro de un bote de basura, lo llenaba de gasolina y lo prendía en llamas. Otra la arrojaba desde la cubierta de un barco y veía cómo, poco a poco, ella se hundía hasta desaparecer en el fondo del mar. Era un loop que nunca se detenía y estoy segura de que Marla, que no era estúpida, intuía que algo me pasaba. Era bastante obvio. Desde hacía meses yo ya no tenía las mismas atenciones con ella. Incluso dejé de cepillarle el pelo después de bañarnos juntas, algo que siempre había disfrutado mucho hacer. Simplemente ya no tenía ganas de estar cerca de ella, solo quería seguir reviviendo ese momento, pensando que tenía que encontrar a la desconocida a como diera lugar, sin importar las consecuencias. Mis pensamientos me causaban mucho conflicto. Durante un tiempo llegué a creer que me quedaría con Marla toda la vida, pero es que ella nunca me había susurrado como esa chica lo hizo en mi oído.
Después de una semana de martirio, llegó el fin de semana. Hice lo que nunca: fui a depilarme el cuerpo entero; me compré unos pantalones negros, una camisa blanca entallada y una corbata roja; me rapé del lado derecho y me alacié el resto del pelo; y me pinté los labios con un lipstick rojo recién comprado: red lust, se llamaba. Antes de salir de casa me eché el perfume que usé la noche que conocí a la desconocida. Solo tenía un objetivo: coger. Con Marla llevaba mucho tiempo sin hacerlo. Eso quería: acostarme con la desconocida esa misma noche, si es que tenía la suerte de encontrarla. No podía dejar de pensar en su piel, en el olor de su aliento, en esos labios suyos que habían besado mi cuello.
—Al rato regreso —dije en un tono que sonaba más a disculpa que a despedida.
Marla ni se inmutó. Ni siquiera me hizo algún comentario sobre mi cambio de look. Solo siguió estática, desnuda sobre la cama, con la mirada perdida. Apagué las luces. Azoté la puerta.
El lugar estaba mucho más atestado que la otra noche. Por un momento me arrepentí de haber vuelto a ese sitio. Pero quería verla. Cuando se me mete algo en la cabeza es muy difícil que lo deje ir, como cuando decidí traerme a Marla a vivir conmigo sin conocerla realmente; no dejaría ir a una mujer que en once segundos me había hecho sentir lo que ella no pudo en casi un año.
Mientras buscaba a la chica entre la gente recordé por qué me había prometido no volver a un antro gay: música horrible, sobrecupo, hombres sudados sin camisa. Pero esa noche iba a poner de mi parte. Era la oportunidad de cambiar mi vida y no quería dejarla pasar. No quería arrepentirme después, un domingo por la tarde, mientras veía Netflix con Marla a mi lado, sintiéndome sola, en absoluto aburrimiento. Finalmente encontré a la chica en la barra. Pedía al bartender algo de tomar. Estaba ebria. No hay nada que odie más que a los borrachos. Es imposible hablar con ellos, se les olvida todo, su mirada está perdida y se quedan dormidos a la hora del sexo. Aun así, me acerqué a ella.
—Te encontré —le dije. Mi corazón latía veloz y arrítmico.
Ella ni siquiera me reconoció.
—¿Ah, sí? —contestó divertida.
Me sentí como una idiota. Llevaba una semana entera pensando en ella y me dolió mucho darme cuenta de que ni siquiera se acordaba de mí.
—Olvídalo.
Me di la media vuelta e intenté huir con todo y mi ego pisoteado, pero ella alcanzó a agarrar mi mano. Me detuve al sentir las suaves yemas de sus dedos.
—Espérate. ¿Por qué te vas?
—Porque no te acuerdas.
—Sí me acuerdo —mintió.
—¿De qué te acuerdas?
—De ti.
—A ver, dime cuándo nos conocimos.
Cínica, sonrió y dio un trago a su veneno.
—Ahora. Nos estamos conociendo ahora.
Intenté soltarme pero ella me jaló con fuerza. Luego extendió los brazos, se me colgó del cuello, igual que la otra vez.
—Si estás aquí es porque te gusto —me dijo—. Sabes que no vas a irte. Yo soy Ana. ¿Quién eres y qué es lo que quieres?
No pude contestar nada. Ella besó mi cuello. Después me olió: inhaló con fuerza por la nariz, sostuvo el aire y lo dejó salir, haciendo que yo me derritiera.
Era de día cuando volví a casa. El sol le daba a Marla directamente en la cara, pero no parecía molestarle. Ella seguía igual que la dejé: desnuda, dormida, con los ojos bien abiertos. Mi plan estaba listo. Solo tenía que cargarla, subirla al coche y dejarla en algún lado. Descarté la idea de llevarla al depósito de basura porque me daba demasiada vergüenza. Además, todos esos hombres seguro la sodomizarían y no quería que nadie abusara de Marla. El cansancio pudo más que yo: me tiré en la cama junto a ella y cerré los ojos.
Cuando desperté ya estaba oscuro. Sin decir palabra alguna cargué a Marla hasta el auto. Sentí ganas de llorar cuando la acosté en el asiento trasero y la tapé con una cobija. Ella no decía nada. Yo esperaba algo, algún reclamo, lo que fuera, pero Marla permaneció en silencio.
Aunque la situación me dolía, tenía que deshacerme de ella. Ana —la nueva chica— nunca lo entendería. Nadie lo entiende. Si mis padres no dejaron de hablarme fue porque me aman demasiado, pero siempre supe que mi relación con ella les causaba mucho conflicto. La única vez que me atreví a llevar a Marla a una cena familiar fue un desastre; seguro hasta la fecha todos me catalogan como una depravada. Así me han gritado en la calle: depravada.
Me detuve en un mirador de la carretera libre México-Cuernavaca. Era el lugar perfecto para deshacerme de Marla, mi novia de casi un año, pero descubrí que no tenía corazón para aventarla y dejar que se pudriera en medio de la nada. No se lo merecía. Pensé en donarla, ¿pero a quién? Los pocos amigos que sabían de ella no estaban de acuerdo con nuestra relación y dudé que alguno la quisiera.
Triste, comprendí que debía echarla al vacío. No había otra solución. Quería decirle algo pero mejor no dije nada. ¿Qué podía decirle? ¿Perdóname?
Marla seguía inmóvil, oculta debajo de la cobija que yo le había puesto encima. Me sentí como una mierda. En el fondo sí la quería pero ya no podía más. Sentí tanta culpa que me pasé al asiento trasero, la destapé, acaricié su rostro y la besé. Un último beso no correspondido, que no me hizo sentir nada. Suspiré, agobiada, decidida a arrojarla, cuando una patrulla se estacionó detrás de mi auto.
Un policía descendió del vehículo, armado con una poderosa linterna. Cubrí a Marla nuevamente y bajé el vidrio.
—Buenas noches, oficial.
—¿Se encuentra bien?
—Sí, todo bien, solo estoy descansando.
El policía alumbró el bulto debajo de la manta.
—¿Qué hay ahí?
—¿Cuál es el problema, oficial? No estoy haciendo nada malo.
—Nadie dijo que está haciendo algo malo. ¡Comandante!
La puerta del copiloto se abrió. Bajó el comandante: un hombre alto y corpulento que encendió su linterna y se acercó a mirar hacia el interior del coche. Ambos enfocaban la luz en el asiento de atrás, intentando dilucidar qué había debajo de la cobija.
—Solo estoy descansando, no sabía que estuviera prohibido.
—Lo que está prohibido es tener relaciones en la vía pública.
—Oficial, no estoy teniendo relaciones con nadie —reí—. Míreme, estoy vestida.
El comandante caminó alrededor del coche en silencio, inspeccionando todo.
—Si cree que va a poder esconder a quien sea que esté ahí, se equivoca.
—Aunque hubiera alguien ahí no estoy haciendo nada ilegal.
—Así que admite que hay alguien debajo de la cobija.
—Técnicamente, no.
—Por favor, retire la cobija.
—¿Por qué?
—Por favor.
—Pero no tienen derecho. No estoy haciendo nada malo.
El comandante se acercó a la ventana. Ambos me miraban con desconfianza.
—Damita, soy el comandante García. Enséñeme su licencia, por favor.
—¿Pero por qué? Solo estoy descansando. No estoy rompiendo ninguna regla de tránsito.
—Solo necesito que se identifique.
—Identifíquese usted primero.
—Le repito que soy el comandante García. Y él es el agente González.
Pensé en mis opciones:
A) Mostrarles a Marla y que se burlaran de mí por ser una depravada.
B) Decirles que no y hacer el problema más grande.
C) Ofrecerles dinero para que se largaran.
—Comandante, ¿no hay otra forma en la que nos podamos arreglar?
El comandante García sonrió, enseñando todos los dientes. Negó con la cabeza y me dijo:
—Damita, le voy a decir lo que creo. Sospecho que debajo de esa manta hay una persona. Y que esa persona está muerta.
—¡¿Qué?! No, comandante, le juro que no hay ninguna persona muerta en este coche.
—Entonces quite la manta para que podamos comprobar lo que dice.
—¡Es que por qué no puedo tener privacidad en mi propio coche!
—Sí puede, damita, pero yo no puedo dejarla ir si lo que está debajo es un cadáver, ¿entiende?
—¡No es ningún cadáver!
—Vamos a tener que pedir apoyo en vista de que usted no quiere cooperar.
—¡No, por favor, no le llame a nadie más! Está bien. Si no hay más puto remedio…
Golpeé el volante. Ni modo, me dije. Que piensen lo que quieran. Y quité la manta.
Los policías escudriñaron el cuerpo desnudo de Marla. Con la luz de las linternas recorrieron su cara, su torso, sus piernas. Luego se miraron un momento y soltaron una carcajada.
—Además de marimacha, ¡cerda! —dijo el comandante—. Vámonos, agente. Las tortilleras cada vez están más enfermas.
El agente González me miró con asco, como si Marla fuera algo sucio, algo malo. Me quedé quieta y avergonzada hasta que la patrulla desapareció. De prisa me puse de pie, saqué a Marla, la abracé con fuerza y la aventé al vacío. Perdóname. Eso fue lo último que le dije. Bueno, nunca se lo dije, pero lo pensé.
Aún siento culpa por haber botado a la pobre Marla. Probablemente siga ahí tirada en medio de la nada, pudriéndose, sin poder creer que después de un año de amor incondicional me deshice de ella de esa forma. Aun así sé que fue lo mejor. Ahora todo en mi vida es diferente. Ya no más cortinas cerradas. Ya no tengo que esconderme. Apenas conozco a Ana pero algo me dice que voy a tener suerte. Es de esas mujeres maravillosas que te llevan el desayuno a la cama. Sí, a veces toma de más pero ¿acaso no todos tenemos nuestros defectos? Presiento que vamos a estar juntas un buen rato. ¡Incluso años! Aunque claro, sé muy bien que todo se acaba. Que nada es para siempre. Ni siquiera esto. Por eso voy a disfrutarlo al máximo. Ya le presenté a varios amigos y están felices por mí. Pronto la llevaré a conocer a mis padres. Estoy segura de que ellos también se alegrarán por mí. Estoy segura de que van a adorarla.
Adiós, Marla se publicó en la antología Lados B: Narrativa de alto riesgo (Nitro/Press, 2018). Ese mismo año, la artista plástica Doris Soto Fainkujen hizo siete ilustraciones en papel algodón con grafito, acuarela, acrílico, carboncillo y un toque de nailpolish color red lust. Natasha E. Velez tomó fotografías de las ilustraciones con una cámara Nikon Reflex Digital en el departamento 106 de un edificio en la colonia Condesa el jueves 15 de febrero, día del eclipse parcial de sol en Acuario. Lily Duhne se encargó de la impresión de una única edición ilustrada que constó de siete ejemplares. Adiós, Marlase leyó por primera vez el sábado 24 de febrero en el salón Manuel Tolsá en la 39 Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería.
Este cuento se creó en las residencias de escritura Casa Octavia y Under the Volcano.
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