Palabras que duelen
Muchísimas veces asumí que ser homosexual no era un problema, al menos para mí.
Hace una semana por primera vez en mi vida denuncié el acoso de un compañero de trabajo por referirse a mí como “joto” o “muñeca” en la oficina. Hacer eso despertó en mí un sin fin de sentimientos y recuerdos.
La primera vez que alguien me dijo joto estaba en la primaria, y no fue por decir que me gustaba otro niño, ni si quiera pensaba en niños o niñas. Tenía los labios resecos por el frío y mi mamá me dio un protector de labios, ya sabes, de esos que parecen labial. Me apliqué un poco durante el recreo y al verme, alguien me grito “joto, ¿por qué te pintas los labios?”. Obvio me enojó, nadie quería ser el joto del salón.
En otra ocasión estaba jugando con mis vecinos, tenía unos nueve años, jugábamos fútbol. Siempre he sido pésimo para los deportes. Pateé el balón, y escuché un grito, “pinché joto, patea bien”. Otro grito “pinché maricón no sabes jugar”. Tercer grito, esta vez de mi hermano mayor: “al cabrón que te vuelva a decir joto le partes el hocico o te lo parto yo”. Segundo acto, le metí un cabezazo a un amiguito. Tercer acto, ya no tenía amigos en mi colonia.
Y así fue, cómo aprendí a no ser el joto y me convertí en el bully, el que si tú gritabas yo gritaba más fuerte; si me empujabas yo te tiraba al suelo, y según yo, el joto me dejó de afectar.
Luego vino la secundaria, y lo natural, me gustaban las morritas, pero bien raro, también algunos morros. Digo estaba bien, no me acomplejó, yo veía la tele, tenía cable, en todos lados ya era algo “normal” y te podían gustar los dos, tal vez alguien diría algo pero qué más daba, podías ser bisexual.
Sí, eso era. En silencio lo asumí, nadie debía saber. Al fin y al cabo aún no me iba a casar con nadie.
Pero ahí la palabra tuvo otro sentido, el joto ya era personal, recuerdo cuando alguien la quiso usar en mi contra otra vez, era el morro más afeminado de la escuela, y me dijo: “eres puñal”. Acto seguido, como me enseñó mi hermano, le partí el hocico.
No me preocupaba ser gay o bisexual (o le qué fuera), me preocupaba que los demás no lo entendieran. No me acomplejaba tener la fantasía de estar con alguno de mis compañeros en la intimidad, me acomplejaba que los otros me ofendieran por eso.
Y escuchar joto, puñal, marica, puto, maricón, tomó otro sentido, era el odio de los demás por ser distinto.
Y decidí callar. Y en algún punto olvidé quién era y usé esas palabras contra alguien más. Muchas veces.
Y después olvidé cuánto dolían, cuánto lastimaban; olvidé que cada vez que decíamos esa palabra, para alguien era un candado más que se echaba a la puerta de vivir pleno. Muchos años lo olvidé.
Sin embargo, siempre busqué vivir y desenvolverme en un ambiente donde ser como soy no fuera un problema, donde pudiera libremente expresarme como necesitara. No tener que omitir detalles de mi fin de semana, por no decir que tuve una cita con un wey y decir que fui al cine con un amigo, donde no tuviera que reafirmar que “que buena” estaba equis morra sólo por encajar. Donde decirle “joto” a alguien no fuera una ofensa, ni mucho menos serlo.
Pero como dije, había olvidado lo que dolían esas palabras, hasta que comencé a recordar.
“Eres una chismosa”, decía un mensaje que recibí en el chat de la empresa refiriéndose a mí.
Por la dinámica de trabajo decidí ignorarlo, regresé la discusión al tema principal, de trabajo y acabé la discusión.
Estaba muy encabronado, ahora me había dicho chismosa en un grupo de la oficina.
No sabía qué hacer, y no era la primera vez. Tampoco quería ser aquel que hacía un escándalo.
(Nota al pie: en mi equipo que yo sepa, somos cuatro personas LGBT, y en la empresa, un chingo).
Decidí poner la denuncia, no anónima, quise ponerla y dar mi nombre, creí que lo hacía por los demás, todavía en ese momento yo me repetía, “esas palabras no me molestan a mí, pero a los demás sí”.
No bastó cinco minutos solo y caminando de regreso a casa para darme cuenta y recordar que sí me molestaban, y sí que me lastimaban. Y me lastimaban a los seis años, y a los siete y a los doce y a los quince y a los diecinueve y a los veinticinco y a los treinta lo volvían a hacer. Porque tal vez yo aprendí a dar un golpe y a combatir la agresión con otra agresión, pero otro niño tal vez no lo sepa hacer, otro niño tal vez solo pueda ir al baño y llorar, otro niño solo deje de hablar, otro se aisle, otro se autolastime, otro se mata.
Yo fui el que se tuvo que volver agresivo para sobrellevarlo, así fue que encontré sentido. Pienso en todo lo que me costó ser ese peleonero, pienso en todo lo que perdí.
Y en esa noche de regreso a casa éramos el Toto pequeño, al que le dolían esas palabras, y era yo de treinta años sintiéndome igual. Ya no quería darle un golpe a alguien, solo quería que nadie quisiera tratar de lastimarme por ser quien soy.
Texto por Toto
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