Soñar conmigo
Texto por Siobhan F. Guerrero Mc Manus | Fotografía por Vítor D. Rosário
Hoy me levanté descansada como hacía meses, quizás años, que no ocurría. Hoy me levanté sin alarmas; sin esos reiterados fracasos a los que les acompañan nueve minutos de mal dormir seguidos de un zumbido.
Hoy me levanté con la calidez de un Sol que me arropaba el rostro mientras yo me permitía una sonrisa. Hoy me levanté en calma y sin sentir ese estrés que me hace correr todo el día. Hoy me levanté y me sentí en una playa nadando en la dicha. Hoy tuve un sueño soñado desde un realismo mágico y ese sueño fue bello.
Hoy soñé muchas cosas pero, entre todas ellas, me encontré soñando con una ciudad sobreviviendo a un sismo. Esa ciudad era ésta pero no del todo. Y en esa ciudad yo vivía pero yo no era yo. Y a esa ciudad yo llegué porque estaba viajando. Pero yo no iba sola y yo, aun viajando entre sueños, te sabía conmigo.
Ese sueño viajero lo planeamos las dos. Lo planeamos sentadas frente a una mesa que yo no conozco y en un extraño lugar que era, empero, muy mío. Recuerdo ese suelo amarillo de loza. Recuerdo esa luz que se colaba a través de una cortina que cubría una ventana que estaba al final de ese pasillo que conectaba la puerta de entrada con el comedor. Un comedor por cierto muy rústico y algo vacío ya que en éste habían unas cuantas cajas y una mesa pequeña cuya sencillez coqueteaba con casi decir “Casa Blanca”.
Allí estábamos las dos, acompañadas solamente de una palmera genérica que vivía en una maceta igualmente genérica. Y, con todo lo escueto del recuerdo, casi juro que era la Roma. Allí las dos tomábamos el té en grandes tazas. Y allí fraguamos el viaje y el sueño. Expedición antropológica por antonomasia, viajaríamos a nosotras mismas. Nos haríamos una visita impertinente e inesperada.
No sé bien cómo pasó pero así fue. La primera parada en este viaje nos llevó conmigo. Fue a la vez familiar y sorprendente ver esta ciudad en un 1987 con unas cicatrices todavía frescas pero no tanto como las nuestras –las nuestras del ahora porque esas cicatrices fueron también nuestras pero en otro tiempo–. Fue curioso ver un Parque México con menos perros y más niños. Fue curioso ver a La Condesa callada y bohemia, pobre y algo despoblada, menos moderna y algo más serena. Y, sin embargo, allí estaban las fuentes y las eternas tortas del parque, esas tortas de pierna adobada que llevo años sin degustar, precio de este vegetarianismo elegido.
Allí estaba esa fuente que tantas veces mi padre ha narrado como “un sauce de cristal, un chopo de agua, un alto surtidor que el viento arquea”; Octavio Paz en la interpretación de mi padre. Y ahí estaba yo gozando de ese parque que aún ahora me acompaña. Gozándolo en sus senderos, gozándolo con su lago de patos y ese puente elevado y semicircular que por años amé cruzar con la bicicleta.
Pero en 1987 yo no sabía andar en bicicleta, eso aún no pasaba. Lo que sí estaba era la feria, esa feria de mi niñez que estuvo frente a la fuente de acuario, de la mujer desnuda. Yo estaba allí ganando algún premio feo pero bien ganado, ganando algún juguete que por su precio y sencillez habría sido más fácil comprar que ganar pero que allí adquiría otro sabor pues se le ganaba o se le perdía en función del esfuerzo y la tenacidad y, finalmente, de eso iba todo.
Allí me viste y te sorprendió todo. Primero te sorprendió el mundo. La ropa –sobre todo la ropa– y el cabello, luego los carros y los camiones y la peste. Allí sentimos unas miradas que nos recordaron el paso del tiempo. Treinta años no pasan en vano. Allí éramos foráneas de una decencia, una moral y un vecindario. Allí, entre los Ruta 100, los Burguer Boy, los Tom Boy y los Danesa 33, éramos cuerpos imposibles que andaban sin saberse sórdidos y abyectos. Te digo que treinta años no pasan en vano.
Fuese como fuese, ahí estábamos. Me viste y te sorprendió verme. A mí también me sorprendió verme. Ese eterno corte de honguito y esa ropa limpia eran el sello distintivo de aquel tiempo. Así me recuerdo antes de que los uniformes arruinaran mi infantil sentido de la moda. Portando ropa con personalidad, incluso si esa personalidad era ochentera y recargada. Llevaba mi playera anaranjada con un conejito sonriente a la altura del pecho.
¡Tu cabello era medio rojo!, ¿no?, me preguntaste exclamando. Te dije que sí, que un poco, un rojo oscuro en todo caso. Primera y única vez que así fue. Luego serían los tintes los que me regresarían a ese tono. Te dije que fueses a saludarme, que yo no podía. No podía si quiera imaginar ver a mi madre o a mi padre en sus treintas tempranos. Los recuerdo así, los miró de vez en cuando en las fotos, pero, como te dije, no sé si podría mirarlos de cerca y actuar como si nada.
Tú te acercaste a la feria, compraste un algodón de azúcar. Mientras lo hacías pensé que nada era más trans que un algodón de azúcar, con ese rosa, con ese azul. Nos falta el blanco en todo caso, me dije. Pero allí estabas, flanqueada por una esponjosa bandera trans y a escasos pasos de mi yo infantil.
Te miré con curiosidad, supongo que por obvias razones. Te miré y no disimulé la mirada como suelen hacerlo los niños. Volteé a ver a alguien pero desde la distancia en la que me encontraba, mirándome mirarte, no supe si miraba a mi padre, a mi madre o a mi abuela. Vi que te me acercaste y me dijiste algo y luego yo me alejé rápido y tú cruzaste la calle y caminaste a mi encuentro.
¿Qué ha pasado?, te pregunté. Me dijiste que sólo me habías saludado. Que me dijiste Hola pequeña Siobhan. Y que yo te hice un gesto y que te había dicho que así no me llamaba; después de eso me había marchado. Me sonreí. En efecto, así no me llamaba, aún no.
Nos despedimos de ese parque, de ese tiempo. Volteé a verme y me despedí de mí misma. Susurré en voz baja un hasta luego, chica. Disfruta este momento, añadí, vendrán años difíciles. Volví a repetir en voz baja “chica” y me dije: aún no, no todavía, o quizás sí, antes de los años de olvido; antes de esos años en que olvidamos porque fue necesario olvidar, cuando lo sabíamos con una claridad que no tenía el léxico pero sí la fantasía.
Viajamos hasta un muy reciente 2007. Reciente para mí porque tú tenías trece años. Yo para entonces ya estaba en el doctorado, daba clases en la Facultad de Ciencias y comenzaba una carrera académica en el área de género. Para mí, 2007 fue como un vistazo al ayer. Para ti no. Si esos treinta años me habían parecido una vida, esos diez años me parecían un parpadeo. Curioso, curiosísimo. Casi diría que era la misma persona pero no es verdad. 2007 es parte de los años del olvido aunque era sólo un año antes de que comenzaran las fracturas de esa desmemoria a través de la fantasía, un año antes de “El tatuaje de Simón”.
Yo no voy a contar tu historia, eso te corresponde hacerlo a ti. Sólo diré que para ti esos diez años sí han sido todo. Y, cómo no, estabas en la secundaria. Y no sólo estabas en la secundaria, estabas en esos años del contraste con este presente que eres ahora. Te viste y tu cara se volvió indescriptible. Me reí enternecida. Cada uno, cada una, es su propio proyecto de vida pero hay veces que el futuro no se parece al futuro proyectado, una se vuelve entonces un futuro más futurista de lo jamás imaginado. Y eso te pasó al verte, te diste cuenta de eso. Pero fue bello.
Fue mi turno de acercarme a saludar y, si bien ya no éramos tan foráneas de la decencia y moralidad de esa época, aquí el problema era otro, porque una cosa es saludar a una criaturilla de cinco años y otra a una –¿un?– adolescente de fervorosa fe. Aun a sabiendas de eso me aproximé a ti y te saludé pronunciando tu nombre, tu nombre de ahora, con una ensayada timidez de quien cree reconocer a alguien pero no está seguro.
No me respondiste nada pero sí me miraste, primero con duda y sorpresa, luego con extrañeza y algo de desdén pues encarnaba y encarno lo que a ti, en ese entonces, no te había hecho gracia. No dijiste nada y te fuiste lanzando un gesto. Tu imagen y tu caminar en nada se parecen a tu imagen y tu caminar. Tú y tú son contrastes bien marcados. Gracias a Dios por los tiempos verbales o describir esto sería un desastre; así fuiste y ya no eres y esto que eres no lo fuiste siempre.
Pero en ese gesto creí mirarte, a ti antes de ti, bufona y poderosa, anticipándote a ti misma, prefigurándote. En ese gesto creí detectar unos ojos que se reconocieron a sí mismos y quizás reconocieron esta amistad que en ese entonces no existía y habría resultado imposible. Me tildaste de loca cuando te lo dije, me dijiste que no empezara con eso del cigoto trans, con esa preformación transnatalista que dice que siempre hemos sido la misma persona. Esa no es mi historia, me dijiste, y por eso yo no la narro y sólo atisbo un comentario que quizás lee de más.
Te invité un café, aún en ese 2007, y fuimos a una Condesa que ya tenía vida pero que no era como es ahora. Fuimos al café que en ese entonces me gustaba, sobre Avenida Tamaulipas; ese café que frecuenté por años y que aún recuerdo con sus imágenes de los Beatles y de Van Gogh.
Mientras discutíamos la experiencia retornamos al presente, al presente del sueño, a ese departamento en algún rincón de la colonia Roma. A ese presente con su palmera genérica viviendo dentro de su maceta genérica, a ese presente con la sencilla mesa y la luz matinal que se filtra por la ventana. A ese presente de ensueño donde se viaja en el tiempo. Donde se transitan los tiempos como se transitan los senderos.
Finalmente me levanté, descansada como hacía meses, quizás años, que no ocurría. Me levanté sin alarmas. Con la calidez del Sol en el rostro sonriente. Me levanté dichosa. Me levanté en calma. Había soñado, había soñado conmigo.
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