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El discreto arte de stalkear (III): la mezquindad

Fotografía por Alejandro Arango

El viernes pasado en la noche, en una fiesta a la que fui con Marco, me encontré con el esposo de mi amiga Tatiana. El tipo estaba en el mismo bar al otro lado de la pista rumbeando con un grupo de amigos. Verlo solo, sin su esposa, me produjo cierta extrañeza.

Tatiana es una escritora a quien conocí hace unos años en un taller de comunicación. Es extrovertida y simpática pero tiene una costumbre un poco excéntrica, aunque no del todo extraña en estos tiempos: comparte a diario su vida en Facebook. Postea fotos de novenas, cumpleaños, matrimonios; monta álbumes familiares en los que aparecen etiquetados los miembros de su circulo lejano y cercano; narra con pelos y señales las nimiedades de su vida cotidiana, habla de lo que come, de los lugares que visita, de la ropa que compra, de sus rutinas de ejercicio y sus compañeros de gimnasio, de los restaurantes que visita, de los conciertos y las actividades culturales que realiza; comenta sobre su trabajo hasta la saciedad, sobre los viajes que hace, las conversaciones que tiene. Durante su embarazo consultaba con los contactos de la red acerca de trucos y especialistas para sus dolencias, curas para la piel, remedios para bajar los antojos, terapias alternativas, cursos, libros, nombres de bebé, vacunas, enfermedades, lugares para comprar cosas. Sus publicaciones alcanzan a diario cientos de reacciones y docenas de comentarios.

Todo este continuo de fotos, relatos y anotaciones y emoticones crean la ilusión de que Tatiana tiene una vida bonita llena de amigos que la acompañan a todo momento, de familiares que la apoyan, de que ella goza de una vida laboral plena y de un tiempo libre repleto de actividades emocionantes. Su vida se ve llena de cariño y felicidad.

Pero esa noche estaba allí su esposo solo. Y yo me quedé observándolo desde lejos mientras bailaba. La verdad es que a él no lo conozco, no he conversado nunca con él, lo poco que sé sobre su persona lo he aprendido a través de cientos de fotografías suyas que Tatiana ha compartido a través de los años, incluyendo los varios álbumes que publicó durante los preparativos de su matrimonio, en el matrimonio, durante su luna de miel y luego en navidad. No conocerlo, y que él no me conociera me dio esa noche el anonimato y la confianza suficientes para observarlo sin que se diera cuenta.

Por un rato me quedé siguiéndole los pasos hasta que tuve un pensamiento inquietante. La voz en mi cabeza me dijo que esperara a que sucediera algo malo; de manera inconsciente me puse alerta para observar si el esposo de Tatiana hacía algo incorrecto. Lo miré a la expectativa de que cometiera algún error, que se pasara de copas, que hiciera un escándalo, que besara a otra mujer o que hiciera algo inapropiado. Mi cabeza me pedía que encontrara la confirmación de que aquella vida perfecta y emocionante que veo a diario en la pantalla azul y blanca tuviera una falla; necesitaba que ese espejismo de la bella vida tuviera una mancha que la convirtiera en una vida normal, compleja, sombría, dolorosa y aburrida, tal como la mía. Fue así que ese pensamiento mezquino me devolvió, de nuevo, la imagen en el espejo de mi propia miseria.

¿En serio esperaba que algo así sucediera? ¿en serio deseaba que la vida de alguien a quien aprecio y admiro tuviera tal lunar y sombra de sufrimiento? Ese pensamiento me inquietó, me sentí confundido, avergonzado, y dejé de observarlo. Besé a Marco y seguí saltando, bailando y me olvidé de Tatiana y de la presencia de su esposo en el bar. Sin embargo, antes de salir del lugar al final de la noche, regresé la mirada al mismo lugar donde había estado el hombre solo para cerciorarme que hacía rato había desaparecido.

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