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Extranjero

Texto por San Rebelle, fotografía por Vítor D. Rosário

El ambiente es hostil, reina la incomodidad y las palabras punzantes. ¡Vete de aquí! ¿Yo? ¿Por qué? ¿A dónde? . Por más que deseo salir huyendo y correr siguiendo el camino al lugar donde me esperan, me es imposible siquiera llegar a pensar en salir. Las paredes se achican, el pasillo es  cada vez más angosto, me asfixia. Me quita la respiración y me nubla la vista. Las ventanas  desaparecen y las puertas se cierran. Tienen traba, llave y candado y no hay esfuerzo tan grande que me permita derribarlas. 

La alfombra creció, está enraizada y la maleza está brotando. Hojas filosas y flores burlonas. 

Durante casi 10 años las manecillas del reloj han permanecido inmóviles, aunque no tengo la certeza de que su pausa sea natural o un juego más orquestado por los infundibles candiles que  cantan, lloran, gritan y se lamentan, todo al mismo tiempo. No sé cuál sea la razón pero es cierto que cada tres domingos que intento ajustar las manecillas, su luz es tan grande que me encandila  y me imposibilita moverme. 

Recuerdo cómo era la calle antes que las ventanas desaparecieran, por ellas lograba asomarme y quedar perplejo ante la perfecta arquitectura monopolizada y abrumadora. Era altanera,  envidiosa, grotesca. Todo afuera estaba planeado y funcionaba sin mayor problema, ni hablar  de los frondosos y abundantes jardines que adornaban. 

Recuerdo también cómo al recorrer esa calle, me reencontraba con el lugar donde me esperan..  Abría esa puerta sucia y oxidada, olvidada por el tiempo y las circunstancias, como si no estuviera  en medio del camino cada vez que regresaba al hogar, esa indiferencia ante un objeto tan  relevante de alguna manera reflejaba el poco interés mutuo entre el lugar y la persona que era. cada vez que me daba la bienvenida. Si crujir era tan estruendoso que alarmaba a la manzana  completa y esa soberbia belleza del ser ajeno, sin hacer el mínimo esfuerzo por desprender una  queja, sin gastar sus palabras y sonidos, me recalcaba lo mal que caía mi presencia en ése  conjunto de hogares. Hogares de bellas fachadas y anónimos habitantes. Sus ventanas se  iluminan con el sol, los colores que las visten están diseñados específicamente a engrandecer la  arquitecta minuciosamente planeada y conservada. 

Con la mirada gris, aturdido por el ruido de los candiles y herido físicamente sin razón aparente,  regreso al hogar que me espera, en ésta inmensidad de conjunto de conjuntos, que son a su vez  parte de otro conjunto de hogares.  

Evito llegar pero, es que el hogar también se abandona, se derrumba y desaparece. Y al desaparecer… ¿Desaparezco yo con el?

 


Este texto forma parte de la Antología de cuerpos virtuales, selección a partir de la convocatoria para conocer las diferentes experiencias y nociones alrededor de la virtualidad del cuerpo antes y durante pandemia, el significado del contacto humano a distancia y el flujo de cuerpos virtuales y la conquista de nuestras pantallas. 

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