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Gusano naranja

Por Guido Astolfi

 

El Metro de la Ciudad de México es un gigantesco vaivén de sonidos y explosiones visuales. Su color anaranjado despierta en todo buen chilango –lejos de la patria en que ha nacido– el mismo sentimiento de nostalgia como el que se siente por una torta de tamal o unos tacos del Borrego Viudo después de una larga borrachera en la Condesa.

El metro, nido de líneas en las cuales las aves pasajeras esperan su gusano naranja. Pero como buenos animales alimentados por extraños, los gusanos no siempre llegan en tiempo y forma. El Metro, cuna de situaciones inesperadas.

 

El duelo

“Como una lágrima que rodó sobre tu piel, olvidé la grieta que dejó tu voz…”

Para ser casi las once de la noche, el metro está prácticamente vacío. La irresistible tentación de ponerme los audífonos es latente ante el vacío de sonido humano en el andén. La causa: el puñado de personas presentes que llevan puestos los suyos. Sólo la pantalla de anuncios tiene de fondo esa canción. Memorias, canciones y recuerdos. Mi amor pasado por Beto Cuevas y su obsesionante forma de ser. Maldita infancia que destrozas mi vida juvenil a punto de morir.

Llega una pareja de jóvenes tomados de la mano al andén, son prácticamente niños de secundaria. Del Metro, ni sus luces. La pareja, la cual alcanzo a adivinar que han de ser a lo mucho preparatorianos, se besan apasionadamente mientras sus manos dragoserpretean por su diminutos cuerpos. (Juventud divino tesoro) “Me encantas guapo”, le dice el más joven de ellos, quien tiene una incipiente barba y un cuerpo pequeño. “Y tú a mi” le responde el otro, un poco más alto y con una barba más notoria. Para el amor, estorban las mochilas, por lo que las dejan en el piso mientras se abrazan y se besan. El chirrido del Metro se escucha cerca. Los amantes se miran con tristeza y recogen sus mochilas. “Bueno mi amor, te vas con cuidado” le dice el alto. “Sí, te aviso cuando llegue amor”, responde el otro mientras subimos al vagón. La escena me enternece y me recuerda al primer amor.

Es el último vagón del metro y está semi vacío. Cuando abordamos, un joven de unos veinte años levanta la mirada del libro ¿Cómo fracasan las naciones? para fisgonear entre quienes subimos. Es de facciones considerablemente armónicas y con una piel apiñonada que resulta inevitable sentirse atraído por él. El joven del andén, que deduzco se llama Brian por el dibujo que trae escrito en su mochila adornado por un corazón rosa, se sienta frente al lector.

Si los ojos son la ventana del alma, en el alma de Brian debe existir un veraniego incendio forestal. Desde que se coloca los audífonos, de un modo casi hipnótico fija la mirada en el lector quien siente la mirada y le observa con cierta desconfianza. Baja de nuevo su vista al libro mientras que los ojos cafés oscuro de enfrente lo retan, como en el salvaje oeste, a dejar su libro de lado y concentrarse en él. Tras unos segundos, el lector sonríe, aunque su mirada está en el libro; su contraparte sonríe también, pues sabe que lleva un avance. Cierra el libro y levanta los ojos.

Con miradas lanzada como flechas y balas como en una película de vaqueros, ambos juguetean mientras las sonrisas se apoderan de su labios. Sin embargo, ninguno parece estar dispuesto a entablar conversación. El lector observa alrededor y se acomoda el pene. La sonrisa de Brian se hace más pícara y los ojos de fuego se convierten en infierno. “¿Qué pedo morro a dónde vas?” grita el lector a Brian, quien finge hacerse el desentendido.

–  “¿Yo?, a La Raza, ¿y tú?”

–  “A donde te bajes”

–  “Pues a la otra”

Llega la estación Balderas y ninguno baja.

-¿Qué pedo, no te ibas a bajar?

– Pues tú tampoco te bajaste, ¿Qué pedo, te pega tu novio?  Le dice el lector mientras se carcajea nerviosamente.

– ¿Cuál? Si ni tengo.

Brian se levanta y besa a lector a quien toma de la mano y lo saca del vagón…

“Pero el instinto taurino de tu ser me obligó a azotarte tiernamente” continúo cantando.

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