TOP

Cada palabra es una extensión de nuestro cuerpo

Texto por Rodrigo Herrera, fotografía por Kostis Fokas

Mi vida por así llamarla “digital”, está llena de altibajos y agridulces. Como la vida real, se llena y vacía de miedos similares, de rabias equivalentes, de consuelos, sueños y esperanzas que reconfortan igual o hasta mejor, al estar al alcance de nuestras manos. 

Antes de usar las redes sociales para trabajar, tenía una “huella digital” de aproximadamente siete años. Desde MySpace, a Hi5, MSN Messenger, hasta Second Life (que nunca me jaló muy bien), mi generación estuvo lista para las redes sociales mucho antes de que se inventaran. 

Mis padres me enseñaron a siempre decir lo que pensara y sintiera, y dentro de las muchas cosas que aprendí, les agradezco el encontrar valor en escribir cartas. Y así fue que me acostumbré a decir lo que pensaba. No tuvo importancia al principio, cuando sabes que la mayoría de las personas opinaban diferente sobre música, ropa o comida, pero cuando se trata de sentir atracción o amor hacia una persona de tu mismo sexo, para mí solía ser algo tabú, algo impensable y que me daba mucha vergüenza.  

Es por eso que Twitter guarda un espacio especial dentro de mi memoria cuando salí del clóset, ya que fue la única red en la que me permití por primera vez, ser abiertamente gay sin la necesidad de exponerme, al menos no físicamente, únicamente a través de un pequeño avatar con una foto de perfil de 150×150 píxeles. Simplemente dejé de filtrar todas las opiniones que solía guardarme para mí mismo. Las tecleaba en menos de 140 caracteres y sentía que se escapaba de mí un enorme peso de encima y una que otra carcajada. 

Cuando eres alguien que nació en Tabasco a finales de los 80s, es probable que tampoco encontraras referente homosexual alguno más que en la comedia homofóbica y machista mexicana y en las tramas más denigrantes de las telenovelas y películas, la mayoría con finales muy trágicos. 

Y así fue también como poco a poco, comencé a filtrarme y a diluirme para poder encajar. En la adolescencia censuré mis estados del MSN porque no quería “preocupar” a nadie. Yo siempre pensé que eran graciosos. En la universidad dejé de usar Facebook porque alguien me “sacó del clóset” en mi muro. Un ex compañero de la carrera también hizo perfiles con mi identidad y fotos fingiendo ser yo abiertamente gay. En el trabajo, durante una temporada dejé de usar Twitter por un ambiente laboral tóxico que se extendió hasta las redes sociales. 

Estos ejemplos de censura son viles y espero que para tomarlos en serio nadie tenga que vivirlos, pero uno de los peores tipos de censura que viví fue la autocensura.  Aquellas personas que hacían que se me pusieran los pelos de punta ya no están, quienes se burlaban de mí, de mis opiniones, de mi aspecto físico, de mi orientación o mis preferencias, siguen existiendo en el mundo, pero no en mi mundo. Podría topármelos en la calle o contactarme en mis redes y, ¿qué tendrían para atacarme? Cuando tienes la libertad de ser abiertamente tú mismo, se quedan sin recursos para reprimirte. Aún así, la inseguridad de la que se alimentaban permanecía en mí.

¿Qué significa autocensurarte? Significa callar lo que sientes, piensas y anhelas. No jugar con los juguetes que siempre quisiste y nunca tuviste porque son “de niña”, no elegir personajes femeninos en los videojuegos, ir a ver Broke Back Mountain con tu tía la open-minded a escondidas, no tener la aceptación de los primeros amores platónicos creciendo, no contarles a tus amigos de tu mal de amores desde la primaria y hasta la universidad, evitar los pronombres de tus parejas o los planes de fin de semana con colegas del trabajo por temor a que te discriminen por tu orientación sexual. Autocensurarte te orilla a embotellar tus sentimientos para más tarde. Para cuando puedas ser libre, cuando puedas ser tú. Tener que esconder parte de quien soy, para mí, fue como vivir una media vida. 

Ahora que reflexiono, fue a través de la virtualidad que me sentí libre por primera vez, fue a través de redes sociales la primera vez que me enamoré y ahí mismo fue donde me sacaron del clóset por primera vez. A través de la virtualidad conocí a alguien que me mostró el verdadero significado de la amistad, fue a la distancia la última vez que me enamoré, dotando de ternura las frías y oscuras pantallas, dándole un significado nuevo a las palabras para crear un lenguaje propio de dos. 

La pandemia no fue la primera vez que sangré y sané mis heridas en el aislamiento y en la distancia. A mitad de mi carrera universitaria, tuve que dar de baja un semestre por enfermedad. Estuve hospitalizado durante 14 días, bajé alrededor de 9 kilos. En la adolescencia siempre fui muy delgado, más por el tiempo que dedicaba a los deportes, participaba hasta en los torneos de fútbol rápido de la escuela para completar el grupo impar de mis amigos, y entrando en el bachillerato, malamente, aprendí a contar las calorías de mis alimentos. 

Mi recuperación incluyó un tratamiento con corticoides, lo que me producían un hambre voraz que hizo que recuperara los 9 kilos perdidos y otros 9 más en pocos meses. Observé mi cuerpo transformarse. Comenzaban a derramarse venas rosas sobre mi cuerpo. Preferí dejar de verme al espejo del todo. Lo que mis ojos no querían ver, lo veía con las yemas de mis dedos, comprobando los surcos suaves de la piel ya transformada. Cuando pude comprobar lo que el medicamento le hizo a mi piel, me regresó aquel miedo juvenil de haber tenido acné durante la secundaria y preparatoria. Por un momento dejó de importarme el hecho de que ESTABA VIVO, y mi mente se nubló de todas las inseguridades que pensé que se habían ido. La ropa me dejó de quedar. No importaba porque de todas maneras no podía ver a nadie. Con las defensas tan bajas, debía alejarme de espacios muy concurridos y de personas con las que no viviera. Tampoco pude esconderme por mucho tiempo, ya había transcurrido un semestre y la mitad del verano y la mayoría de mis amigos se irían de nuevo de la ciudad para el siguiente semestre, por lo que me decidí a verlos en persona antes.

La primera vez que pude salir de mi casa y comer comida regular, fui a cenar con unos amigos a un restaurante. Un ex compañero que venía en el grupo solamente me vio e inmediatamente me dijo: “Oye, estás bien gordo cabrón”. Seguramente en ese momento le respondí algo similar a que él también había subido de peso, pero su palabras me llegaron hasta la médula. A las personas en realidad no les importa tu peso por un tema de salud, no les interesa tu físico para que te sientas mejor contigo mismo, no comentan de tu sexualidad porque tengan curiosidad, no se involucran en tu relación porque quieran verte feliz, simplemente estamos tan acostumbrados a meternos en la vida de los demás porque nos lo han hecho ver como algo normal. Esa misma conciencia de sí mismo la hemos trasladado a las redes sociales. Cuando decidí dejarme crecer la melena, una de las razones por las que dejé de publicar tantas selfies fue porque la gente no solo dejó de darme likes, también me mandaba mensajes y comentaba la razón: que me lo cortara. Fue hasta ese momento que me di cuenta del poder que le había dado a la gente nuevamente de afectarme, ahora virtualmente. Lo llevé al extremo y me dejé crecer el cabello dos años más (: 

Otra de las lecciones que aprendí en soledad fue cuando mi propio gato me causó una alergia brutal que me provocó ronchas en brazos y piernas. Al verme en el espejo y comprobar la gravedad de mi situación, comencé a ponerme una crema que me recetaron para aliviar la comenzón. Sentía el ardor primero como un todo, pero conforme iba a aplicando el remedio y sentía un gran alivio, se intensificaba en otra roncha. De repente, otra roncha comenzaba a arder mucho más. Y así, otra erupción más demandaba, hasta con zumbidos en el oído, la frescura del ungüento. Las conté, debieron haber sido unas 68 ronchas. Y entonces me di cuenta que mi propio cuerpo estaba soportando gran parte del dolor y sólo me avisaba cuál roncha se sentía peor. 

Nuestro cuerpo muchas veces carga en silencio la mayoría de nuestros dolores. A veces no nos dice el esfuerzo que le toma levantarse cada día con una sonrisa cuando llevas el alma rota, no nos cuenta que sangra internamente el mal de amores durante las noches de desvelo en el trabajo, no nos grita que está llegando a su límite hasta que es demasiado tarde. 

En la búsqueda de desprenderme de las etiquetas y aprender a amarme a mí mismo, en realidad ignoré mi cuerpo. Caí en el error de creer que solamente somos una personalidad y el cuerpo es algo para adornar. Pero aprendí que más allá de los filtros, fotos y likes, quiero sentirme bien conmigo mismo en la vida real, y eso comienza con apreciar que tengo un cuerpo, uno que siente, que toca, que suda y que sangra.

Ser un cuerpo es importante porque el simple hecho de existir significa sentir. Y porque las cosas que durante mucho tiempo anhelé, en realidad no son cosas, son sensaciones que ahora soy libre de sentir y de experimentar física y virtualmente. Y es en esta virtualidad que compruebo también que cada palabra puede ser una extensión de nuestro cuerpo, si de verdad tenemos la intención.

 


Este texto forma parte de la Antología de cuerpos virtuales, selección a partir de la convocatoria para conocer las diferentes experiencias y nociones alrededor de la virtualidad del cuerpo antes y durante pandemia, el significado del contacto humano a distancia y el flujo de cuerpos virtuales y la conquista de nuestras pantallas. 

Deja un comentario

Pin It on Pinterest