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Mercado sonora en CDMX durante la pandemia foto por Haarón Álvarez

Al fondo a la derecha

Texto por Kim Ezra, fotografía por Haarón Álvarez

Puebla, México

 

Aún con cubrebocas reconocí que él era guapo. Cortaba un mango sentado sobre una pila de huacales. Estaba detrás de mí, sin embargo, a miradas furtivas fui componiendo sus facciones; aunque al principio no lo pude ver completamente, mi imaginación rellenaba los espacios que me eran desconocidos. Mentiría si digo que no estaba sudando. ¿Cómo explicarme, entonces, lo que sucedió después? Antes de que me ofreciera una rebanada debió debatir entre acercarse o no. Ahí estaba: el pedazo de fruta, la prueba pidiendo ser tomada. (¿Era ésta una desconocida forma de ligar para mí?) Paladeé largamente. No me miraba a mí, me habría dicho después él; no me miraba a sino al jugo escurriéndose por las comisuras que resultaban ser las mías. 

No sé muy bien cuándo pasamos de vernos en el mercado a vernos en la entrada de la casa. Dejé de ir por el mandado de mi abuela y en cambio él se ofreció para llevar las bolsas a mi domicilio. La distancia entre un lugar y el otro era de cuatro cuadras. A veces lo recibía con un vaso de agua. Comencé a verlo más seguido. Me di cuenta de que estaba muy flaco y no podía dejar de ver cómo cogía el vaso, su mandíbula moviéndose, limpiándose los labios con su muñeca. Él decía que me faltaba mundo, que estaba como encerrado en una burbuja aislante, pues percibía cierta distancia entre los dos, incluso cuando nos quitábamos las playeras y descubríamos nuestros cuerpos, o al estar a horcajadas. 

Estuvimos así un rato. En ocasiones él regresaba pretextando que había olvidado la bolsa de nopales o el kilo de limones, aunque solo eran excusas para estar más tiempo juntos. Pasaba ocupado casi todo el día, de modo que yo también iba al mercado solo para besarnos entre los camiones de fruta, escuchando Diplomat’s Son en bucle, escondidos en los huacales, o por los asientos traseros, al fondo a la derecha, en un lugar inundado por el incienso y por el olor perpetuo del pan y la florería. Volvía a casa luego de probar una nueva fruta, o con un kilo de aguacates sin haber pagado nada. Aprendí a hacer guacamole, sopa de nopales y cosas así. Cuando venía, nos juntábamos en la terraza, comíamos lo que preparaba y abarcábamos el centro de la ciudad con la mirada. 

La vez que mi abuela nos descubrió llevaba una jarra con agua de mango y unos vasos. Yo vestía la playera de él y él la mía. Palpé la letra “e” de la playera Hollister que llevaba puesta. Él se limitó a saborear el agua de mango antes de que mi abuela dejara caer la jarra. Seguimos siendo clientes frecuentes, por supuesto.

 


Este cuento forma parte de la selección de textos de la convocatoria Microcuentos Orgullo Lector de México Lector y The New Gay Times durante el Mes del Orgullo 2020 sobre las distintas realidades de las personas LGBTQI+, partiendo desde cómo los lugares nos han dado forma e identidad, qué tanto han cambiado las ciudades y cómo son aquellos espacios que llamamos hogar.

Las historias le dan sentido a nuestras vidas, nos dicen de dónde venimos y hacia dónde vamos, nos conectan para reconocernos y ser reconocidos. Como escritores y lectores, tenemos que empezar a trabajar para mostrar esta diversidad de historias y realidades de personas, solo así dejaremos de alimentar estereotipos generalmente limitantes, inexactos y discriminatorios que refuerzan las desigualdades.

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