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De la Rockola al Boy Bar

El antro como primer espacio de socialización (aunque como a mí, no te guste el antro)

Texto por Jacob Ortega

Fotografía Time Out México/Noe Toledo

“Descubierto el mundo soslayado de quienes se entendían con una mirada, yo encontraba aquellas miradas con sólo caminar por la calle…”

– Salvador Novo.

Recuerdo todavía cómo me latía el corazón y se me enfriaban las palmas de las manos, mientras me adentraba en ese pequeño antro en el número 228 de la Avenida de los Insurgentes, y justo al entrar, lo primero que vi mientras mis ojos se acostumbraban a la oscuridad, fue a dos hombres besándose sin ninguna  preocupación, abrazados por alguna canción de Alaska o de La Pao. Estar ahí significó de pronto no ser el raro, ni el diferente, ni el maricón, sino ser uno más, pasar todo lo desapercibido que siempre había querido pasar, cuando me quedaba quietecito, cuando me hacía pequeño entre mis compañeros de escuela para que no me notaran lo joto. Estaba pero sin estar, porque no podía sino abrir bien grandes los ojos tratando de entender todo lo que estaba pasando ahí, acostumbrándome a los sonidos, a las luces de neón y enfrentado de sopetón, ahora lo entiendo así, contra mi propia homofobia y es que antes de ese momento, yo nunca había estado entre otros iguales a mí y era desconcertante y fascinante al mismo tiempo.

Fernando M, que fue como el Virgilio del mundo gay para mí, me llevó a conocer Rockola cuando yo tenía 16 ó 17 años, y junto con el antro me presentó también toda una serie de códigos que hasta ese día eran desconocidos para mí, me explicó que era ser buga, que era bufar (que yo digo que es el “ser perra” de los dosmiles) y además me compartió la enseñanza más grande de todas, una que no es ajena a  ningún homosexual y de la que muchos han hablado antes que yo (se habla de ello en El closet de Cristal, en México se escribe con J o en Quierete mucho maricón), me dijo que los gais, los marginales, ligamos con la mirada, con sutilezas, con el lenguaje corporal y no sólo ligamos de esa forma, sino que nos reconocemos los unos a los otros a través de ello, cuando estamos fuera del cobijo del antro, cuando no estamos entre conocidos y a salvo del escarnio público, de la violencia machista, y de quién sabe cuánta barbaridad (ya sé que las cosas han avanzado un poco, pero aún hay un gran trecho por recorrer).

Pero regreso al antro, llegué con Fernando y después de presentarme a sus amigos y lidiar yo con el asombro de que otro hombre (que no fuera mi papá o mi abuelo) me saludara de beso, nos pusimos a bailar con los ritmos pop que algún joven DJ mezclaba para nosotros, y que yo asombrado con todo lo que estaba pasando aceptaba sin cuestionar, sólo preocupado de la hora en la que tendría que regresar a casa. Así transcurría la tarde (no se deje engañar usted por mi relato, yo estaba en una tardeada, no en una noche de antro) cuando de los altavoces comencé a escuchar ese piano inconfundible seguido de la maravillosa voz de Gloria Gaynor, en un instante y sin darme cuenta, estábamos todos en un círculo bailando al ritmo de I will survive, jamás había sentido una emoción tan grande y mucho menos un sentido de pertenencia tan increíble con un grupo de desconocidos, es esa euforia que se siente cuando uno va a un concierto en vivo y que lo único que se tiene de común con los asistentes es que a todos nos gusta quién está en el escenario y eso es suficiente para obrar una suerte de sinergia colectiva que nos une por unos instantes. Esa era mi primera vez en un antro y fue genial y ahora iluminada por la luz del pasado, me parece todavía más maravillosa. 

Pero esa euforia no iba durar para siempre, ni mucho menos iba ser la constante en mis subsecuentes visitas al antro, pronto me di cuenta que había muchas cosas que aún ignoraba sobre los códigos y las formas de interactuar y que si quería divertirme, había mucho que aprender, pero también una serie de “exigencias sociales” que nunca he estado interesado en acatar,  por ejemplo aprendí rápidamente que tener buena plática, sirve de poco en un lugar donde la apariencia o el como bailes son lo que más cuenta ( y tiene lógica, porque uno no se puede poner a platicar con la música). Aunque Fernando tuvo la gentileza de llevarme a recorrer muchos lugares de la zona rosa, esa emoción de la primera vez se desvaneció rápidamente; y es que hay que decir la verdad, a mí no me gustan ni los lugares tumultuosos, ni la música demasiado alta, así que no era yo el mejor asistente al antro, pero lo que sí me gustaba era estar en un lugar donde mis afectos no fueran cuestionados, donde no me sentía en riesgo y donde, al menos potencialmente, podía encontrar alguien de quien enamorarme y ser correspondido. 

Hubo algo que me interesó particularmente de ir al antro, algo de lo que nunca supe cómo participar porque soy muy torpe para ello, pero que estaba ahí fuerte y claro como La calle de las sirenas, y eso eran las dinámicas sociales que se suscitaban entre los que asistían al antro. Esos cotos, grupos, rencillas, competencias, bufes, y personajes que eran ficticias y reales al mismo tiempo, ficticias porque no soportan la luz de la realidad fuera de las paredes del antro y reales porque eran el pan de cada día para quienes iban religiosamente viernes, sábados y domingos. Eran códigos existentes entre niños de diecisiete o veinte años, jugando a ser ya todos unos adultos, pero también entre otros más grandes que se visten de personaje en cuanto cruzan la puerta del antro. 

Y para describir eso, casi que haría falta una taxonomía marica, una que incluya a los que llegaban desde tempranito (parecía que vivían ahí) y que conocían todos los antros y a todos los meseros y a los de la puerta y que te lo contaban como quien cuenta que conoce al RP del restaurant más exclusivo de la ciudad, había gente de esa que sabe ser siempre el alma de la fiesta, digo había porque estoy platicando mis recuerdos, pero seguro que los sigue habiendo,  de esos que caen bien a todo mundo, que son amables y están ahí sólo para divertirse, pero también había (y hay) esos que yo llamo jotos malos , que parecen encontrar diversión en la intriga, en el chisme, en el  comentario clasista que hace sentir mal a los otros y por supuesto estábamos también todos los recién llegados,siempre hay recién llegados, siempre hay jóvenes que van por primera vez a un antro gay,  jugando a ser ya adultos, pero sin saber bien a bien qué hacer con sus afectos, construyendo una identidad, una que sea propia pero que igual permita encajar con los demás. Así recuerdo esas primeras visitas a los antros, a la Rockola, a los muchos y cambiantes Cabaretitos, a su música pop y sus posibilidades para estar fuera del closet. 

Otro año, otro antro. La cosa con Fernando no duró demasiado, a él le gustaba ir muy seguido al antro y yo más bien prefería pasarla en el Be Gay Be Proud o en el Open Café echando chal con mis amigas, ya se veía desde entonces que iba yo a ser la señora que soy ahora. Yo era ya más grande y conocí a quien por más de una década ha sido mi amigo de antros. Eric era mi compañero de clase en el último año de preparatoria, mi vecino y una señora como yo (una más bonita, seguro está diciendo mientras lee esto), así que con él, ir de antro volvió a ser divertido, nada de insistencias para que bebiera, que por mi experiencia parece requisito sine qua non uno no puede estar en el antro (yo lo resolví teniendo siempre jugo de uva o agua mineral para que la gente asumiera que bebía vodka), nada de presión social para ligar o para competir por ver quién tenía más pega (obvio el que salía con ligue nuevo era él) y además dispuesto a explorar otros lugares a los que no había ido antes. 

Yo que siempre he sido muy preguntón, me enteré por nuestras andanzas que entre los antros famosos del pasado, estaban el Box, Penélope, El Ansia, Spartacus y el Buter (jamás escuche que alguien le llamara Butterfly), de todos esos sólo llegué a conocer el Ansia, y muchos años después también el Spartacus. También nos volvimos visitantes frecuentes del Lipstick y del Living, con sus meseros esculturales el primero y con su construcción neogótica de ensueño el segundo, de ahí tengo muchos recuerdos divertidos, muchas canciones bailadas y noches increíbles. Pero como yo no sé ligar en el antro, lo que más hacía además de bailar era observar y algunas cosas parecen las mismas sin importar el lugar (porque como decía antes, para liga en el antro ser buen conversador sale sobrando).

La primera es que parece, que a fuerza de tener que vivir tan reprimidos, tan ocultos en muchos casos, el antro con frecuencia se convierte en el espacio ideal para dar rienda suelta a quien uno es, al cobijo de la noche y de la música que recuerda a veces las prácticas tribales más ancestrales, tantos y tantos hombres permiten salir a sus seres más íntimos, esos que si no fuera de noche y no estuvieran envalentonados por el alcohol, nunca llegaríamos a conocer, pero que ya libres del super ego, se dejan ver, sensibles, femeninos, juguetones, agresivos algunos, bailadores; arropados en un espacio que les permite SER y reconocer que desean ser amados. 

Otra es que a veces también actúa como una caja de resonancia, y así algunos como yo jugueteamos un poco y luego nos retiramos a algún lugar a ver las interacciones de los otros, los hay guapos y de cuerpos esculturales o excelentes bailarines para quienes la pista es como un aparador donde mostrar(se) todo cuanto tienen para mostrar, hay quien a pesar de ya no tener veinte años siguen repitiendo ese juego eterno y estéril de ser unas mean girls y hay muchos otros que van con amigos, ríen, ligan, se desenamoran, se desean y se divierten. Parece que hay tantos antros como tipos de personas, están por toda la ciudad y reflejan identidades distintas, formas diversas de leer la realidad y de presentarse en ella, van desde las afueras de la ciudad, hasta el centro, en Eje central, en Zona Rosa, en Polanco, en el estado de México, lo hay eternos como uno ser monumental e inamovible y otros que surgen como hongos, efímeros y con un crecimiento que sólo son compara con lo rápido que desaparecen, pero son todos auténticos en su particular forma de ser. 

El Boy Bar me gusta por eso, porque es auténtico, lo que hay en sus tres pisos parece incluso una topología del deseo, en lo nuclear está ese placer más profundo, inmediato, primitivo, hay carnes turgentes, sudor, cuerpos desnudos que se encuentran unos a otros, espacios oscuros y respiraciones entrecortadas y lo más importante es que uno puede transitar por ahí sólo si quiere y estar ahí cuanto quiera, pero puede también juguetear por los otros pisos, escuchar música pop como en cualquier lugar, tomar cerveza con los amigos, ligar, estar solo, en compañía, hay quien dice que que no le gusta por hard core, por explícito, crudo, vaya que es un poco como la realidad, con claros y sombras existiendo simultáneamente, y como en la vida hay quien discurre por ambas o quien se estanca en una. 

Y yo al Boy Bar llegué ya grandecito, seguro la primera vez que fui debió ser con Eric y de lo que sí estoy seguro es que me quedé asombrado con lo que sucedía en su planta baja, pero más me asombre después de ver que existía al mismo tiempo que sus siguientes plantas, que una cosa no era excluyente de la otra. Con treinta y cuatro años encima, ya tengo muy claro las cosas que no me gustan, las que me fascinan y las que son gustos adquiridos, el antro es uno de esos gustos adquiridos, lo disfruto mucho, pero en dosis muy pequeñas, prefiero la música pop a la electrónica y también prefiero el viejo conocido que el de super moda, donde uno apenas y puede caminar, tan es un gusto aprendido que esto lo escribo tras rechazar una invitación a un antro de moda en zona rosa y preferir en cambio un tinto y un poco de música para escribir.Con todo eso el antro sigue siendo un espacio fabuloso de socialización para mí, puedo estar ahí con mis amigos o mi chavo y tener la certeza (cosa que no tengo en muchos otros lugares) de no ser agredido por mostrar mis afectos en público, puedo sonreírle a alguien que me gusta a sabiendas de que lo peor que me puede pasar es que me frunzan el ceño o me barran y sobre todo, si estoy de suerte, puede que me toquen tres o cuatro canciones al hilo, de esas que amo y que son fabulosas para danzar  a media noche, entre luces estrobo, pantallas multicolores y tus iguales.

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