La despedida de mi abuela
Texto por Rodrigo Herrera
Para mi abuela Rosalba.
Hace mucho no hablo con mi abuela. Es curioso cómo te puedes despedir de alguien a quien te has acostumbrado tanto y que se sienta tan natural.
La recuerdo con los ojos cerrados, la bata del hospital y el pelo desaliñado. Raro. Las únicas veces que la podría ver sin su trenza era, cuando se lo cepillaba muy temprano en la mañana, o cuando se acostaba a dormir. Ella no tenía puntos medios.
Mi abuela era toda una bendición. Tenía el carácter de alguien que había estado en la guerra y la delicadeza de una partera con los recién nacidos. La facilidad con la que sepultaba en vida a mi abuelo, su fatalismo ante la vida y su capacidad para sorprenderse, la convertían en un espíritu libre, solo juzgado por su Dios; quien no juzgaba a nadie más que a ella. Mis primeras lecciones fueron el perderle el miedo a la muerte, y que el cambiar de religión era lo más fácil del mundo.
Me platicó siempre lo bueno y lo feo. Y por eso, siempre le voy a estar agradecido. Esas historias que duelen y te hacen sonreír al mismo tiempo. Y así, a la corta edad de cinco años, pude entender perfectamente que mi abuela se había casado por amor, y que ese había sido el origen de todos sus males.
Todo esto con una sonrisa en la cara. Ella no reparaba en reír con el pasado, a fin de cuentas es un tierno aliado a quien más vale tener contento.
Además de mi abuelo, ella tuvo otros dos grandes amores: las plantas y los pájaros. Me enseñó que a las plantas hay que hablarles. Cantarles cualquier cosa mientras las riegas para que no sucumban al calor o a una mala tierra. Cada que íbamos de paseo arrancaba pequeños retoños o bulbos de plantas que se topaba, y que consideraba sobrevivirían a un injerto. Sabía cuales pájaros cantaban mejor y rescataba cualquier polluelo caído del nido o ave que se estrellaba contra el domo del comedor. Se podría decir que llegaba a casa siempre con un regalo que le daba la vida (o que arrancaba de alguna maceta).
Las historias de mi abuela no siempre tenían un final feliz. En realidad casi todas eran muy parecidas a la vida real.
Dicen que desempolvando el pasado se corre el riesgo de contaminarlo con la realidad. Que nuestros recuerdos no pasaron como los recordamos, que son más emoción. Pero el detalle está en los sentimientos. Esos pequeños trocitos de nada que nos hacen caer en los deja vu más reconfortantes, detonados por sensaciones como percibir el aroma de guardado de un suéter del cajón de hasta abajo o contemplar el silencio de una casa ajena.
Mientras la vida se dedica a borrar las huellas de las personas que ya se nos fueron, los que aún estamos aquí nos dedicamos a atesorar memorias que valen más dentro de nuestras cabezas y nuestros corazones.
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