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El zumbido

Llego a casa cansado, mi recamara quizá no esté en las mejores condiciones pero no tengo energía para limpiarla hoy. Mañana quizá sea diferente. Me quito los zapatos, me tiro sobre la cama y enciendo la tele colgada junto mi closet. Busco entre los canales, algo de ruido de fondo que apacigüe a mi frustrante cabeza. Entre semana es más sencillo todo: levantarse, bañarse, desayunar, ir al trabajo, regresar, dormir, repetir. Mi mente no tiene tiempo de pensar, de analizar lo que sucede. Pero los viernes es diferente, los viernes siento el silencio concentrarse y da espacio a esa voz que deseo callar, pero es un zumbido perpetuo en mi oreja.

El celular suena “¿qué pedo güeyes? A dónde nos vamos esta noche?” es el mensaje de todos los viernes de mis amigos, ansiosos por quitarse el disfraz de godín y tener algún tipo de símil de vida. Observo los mensajes sin contestar, esperanzado de que no logren juntarse. Que sus novias, sus familias y sus trabajos los mantenga ocupados otro fin de semana más. Mi suerte es malísima. Resulta que será noche de solteros; uno de ellos tronó con su vieja.

Hablan en la televisión sobre la marcha de los jotos, qué molesto, ¿qué no entienden que no ayudan a nadie con esas mamadas? ¿A quién le podría gustar las plumas, el maquillaje, las lentejuelas? ¿Qué no saben ser hombres? ¿Por qué no son normales? En vez de eso son bola de desviados que quieren llamar la atención. Apago la tele. Asquerosos

Respiro profundo, me visto con botas, jeans y chamarra de piel, seguramente terminaremos en algún putero, así que mi buen ver es importante. Observo en el espejo mi reflejo; mi cabello negro necesita un recorte y la barba de candado y mis ojeras me hacen ver más rudo de lo que realmente soy, pero aún me veo como un hombre. Por un segundo vislumbro los colores de la marcha sobre mí cuando escucho a alguien tocar a la puerta de mi cuarto.

—¿Hijo? ¿Vas a salir?

—¡Sí, ma! ¿Por?

—No, na más quería saber. Vete con cuidado y no hagas tonterías.

—Sí, ma… no te preocupes— responso molesto.

 

Mis papás ya son más mis roomates que otra cosa. Los veo tan poco, por nuestros horarios es raro que nos encontremos. Mamá ha comenzado a preguntar por novia y nietos, me la quito de encima diciendo que me estoy concentrando en mi carrera. Me pregunto qué pasaría si se enterara del zumbido en mi cabeza. Haría todo tipo de preguntas como: ¿con quién te juntas?, ¿quién te hizo daño? Terminaría devastada, seguro lloraría que cómo puedo yo hacerle eso.

Me veo en espejo de nuevo, los colores se han ido y sólo estoy yo frente a él. Sonrío, cansado, molesto, pero sonrío. No quiero ir, quiero quedarme en mi casa y dormir pero últimamente he faltado demasiadas veces, quiero que sigan pensando que soy yo, que soy el mismo de siempre, que nada ha cambiado.

En el antro todo va normal, bebemos, reímos, lloramos, nos quejamos de la ahora ex novia de mi amigo. Yo quisiera tener ese problema, que me rompa el corazón una mujer y salir con mis amigos a emborracharme. Pero el mío es otro, la vocecita que me recuerda que no soy como mis amigos.

Me voy al baño a mear, los tequilas han comenzado a hacerme efecto me siento alegre de verdad y libre. Me mojo la cara para sentir algo fresco sobre ella y se me baje un poco la borrachera. Observo el espejo, hay otro güey en el lavabo de junto, me ve y sonríe, le sonrío de regreso. Antes de darme cuenta nos estamos besando en uno de los cubículos. Lo detengo, lo veo y le digo asustado “¡No soy puto güey!”. Salgo en chinga del baño, agitado, mantengo la sonrisa al ver a mis amigos. Nunca deben de enterarse que la vocecita, a veces, es un grito.

 

Texto por Arcadio Ramos.

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