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Catecismo

Texto e ilustraciones por Alejandro Cámez, fotografía Rodrigo Herrera

Manzanillo, México

 

En la primaria acepté que me gustaban los niños. Y simultáneamente me di cuenta de que resultaría muy difícil acercarme a aquellos que me llamaban la atención. Practicar fútbol, jugar Halo o fingir ser de la WWE no eran actividades que me interesaran. 

Pero había algo que todos los niños guapos de la escuela hacían, incluyendo al que más me gustaba; algo nada extremo, y que de hecho se veía sencillo y fácil de sobrellevar: ir a catecismo.

Yo, de religión no tenía ni la menor idea. Mi deidad era Madonna de Hard Candy. Ni siquiera conocía una sola oración y no sabía ni persignarme. 

Pecado

Era consciente de que no podía desaprovechar la oportunidad de convivir con tanto niño guapo, así que, sintiéndome frustrado lloré, grité y pataleé en mi casa ya que me parecía una falta de respeto no estar inscrito en catecismo como todos los demás. Pero finalmente me inscribieron.

Sin embargo, mis prepubertos y homosexuales planes de acercarme a aquellos niños fueron arruinados cuando llegué emocionadísimo el primer día a la iglesia y descubrí que me habían puesto en el grupo de los principiantes, que estaba compuesto por los niños más pequeños. 

No podía ser posible. No iba a soportarlo. Para mí era humillante que todos esos morrillos que me gustaban me vieran en el grupo de los bebés. Así que volví a mi casa y lloré otra vez, porque se me hacía injusto estar con los pequeños. ¡Yo quería estar con los niños guapos! Digo… los de mi edad.

Supongo que mi abuela habló con el Padre, o algo así, porque terminé en otro grupo, con los de mi edad. ¡Al fin iba a estar cerca de ellos! ¡Aquello podía ser el comienzo de una gran historia de amor!

Me sentía frustrado porque no estaba con el niño que más me gustaba; ya que al parecer él integraba otro grupo que tenía un nivel más avanzado. Pero me daba igual, yo estaba feliz de la vida por ir a la iglesia a cotorrear ¡con hoooombreeees!

De repente todo se empezó a poner muy extraño. Las maestras empezaron a decir cosas bastante raras. Para ellas la homosexualidad era un horrible y asqueroso pecado. Casi una enfermedad. De las peores cosas del mundo. ¡Almas perdidas que no conocían a Dios aquellos que la practicaban! Entonces, ¿era yo un pecador?

 

Homosexualidad satanizadaLos hombres teníamos que casarnos y tener a nuestros hijos… ¡con mujeres! ¿Yo? ¿Por qué? ¿A qué lugar me había metido? ¡Alerta heteronormativa! Optaba por quedarme callado, pero veía a los demás escuchar y creer ciegamente.

Hasta que cayó la gota que derramó el vaso: ¡el Padre se acercó a mí para decirme que tenía que dejar de escuchar música de Lady Gaga porque ella tenía un pacto con el Diablo!

Eso bastó para que me diera cuenta de que no tenía nada que hacer en ese lugar. Había niños guapos, pero, ¿valía realmente la pena?

Terminó el curso y decidí no volver. No tuve el romance de catecismo que esperaba, pero me fui con la satisfacción de decidir no temerle más a esos aspectos de mi identidad que apenas iba construyendo, solo porque algunas personas decían que estaban mal.

Identidad y feConocí y preferí abrazar a mi auténtico ser, más allá de las reglas imaginarias impuestas por esa gente. Hoy reflexiono sobre el impacto de ese tipo de discursos en los que la culpa, las obligaciones y el miedo van de la mano de la exploración y la expresión de la sexualidad y la identidad.

Aplaudo a mi pequeño yo por no permitir que ese temor al pecado que tantos tienen haya cambiado mi forma de ser. Huí, seguí joteando, y hoy vivo libre y con orgullo. Deseo lo mismo para todos los demás.


Este relato forma parte de la selección de textos de la convocatoria Microcuentos Orgullo Lector de México Lector y The New Gay Times durante el Mes del Orgullo 2020 sobre las distintas realidades de las personas LGBTQI+, partiendo desde cómo los lugares nos han dado forma e identidad, qué tanto han cambiado las ciudades y como son aquellos espacios que llamamos hogar.

Las historias le dan sentido a nuestras vidas, nos dicen de dónde venimos y hacia dónde vamos, nos conectan para reconocernos y ser reconocidos. Como escritores y lectores, tenemos que empezar a trabajar para mostrar esta diversidad de historias y realidades de personas, solo así dejaremos de alimentar estereotipos generalmente limitantes, inexactos y discriminatorios que refuerzan las desigualdades.

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