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Lo que el narco me quitó

Texto y fotografías por Edd Tanooki

Esperaba la fecha con emoción desde meses atrás. El día de irnos de misiones a los pueblos del estado de Morelos y Guerrero era la culminación de meses de trabajo, donde nos dedicábamos a preparar temas para la escuela, comprábamos despensas y dejábamos listo el material para las actividades con la comunidad. Organizábamos los juegos para los niños y planeábamos la lunada para los jóvenes. Si era diciembre, seguramente nos tocaría ser anfitriones de una posada, así que había que hacer piñatas y comprar dulces.

Lo hice muchas veces, y aunque para muchas personas representaba gastar un par de semanas de vacaciones al año yendo a un pueblo lejos de todo, sin celular, apenas con electricidad, nada de agua caliente, y sin baños (que eran letrinas), para mí representaba una gran felicidad. Era la oportunidad de convivir con la gente, de comer deliciosa comida casera con tortillas recién hechas, de estar rodeado de niños que te despertaban a las siete de la mañana para jugar y correr. Tardes platicando con las señoras con un vaso de agua de maracuyá, sentados en viejas sillas de ratan en su patio. Las risas nerviosas de los jóvenes que confesaban sus sueños de ir a la preparatoria, y de ahí a la universidad. Recuerdo el viejito que me enseñó a sacar las fibras del maguey para hacer cuerdas y pulseras. Otro me enseñó que la tela de araña hace reacción con la sangre es muy bueno para hacer coagular rápidamente heridas.

Me enseñaron a partir leña, a hacer arcos de varas de sauce, a secar la flor de jamaica, a curar el estreñimiento con papaya verde, a quitar la tos con té de bugambilia, a hacer comida con chiles secos, maíz y huevos y a diferenciar a un halcón de un zopilote por su manera de volar.

Aún conservo algunas fotos que tomé de la procesión de los peregrinos en navidad, yo ayudando con la cosecha, otra más rodeado de niños jugando conmigo en la posada.

“Recuerdo el camión arrancando y viendo por el retrovisor cómo las señoras al fin cedían a sus sentimientos y se abrazaban en pleno llanto inconsolable, tal como cuando despidieron a sus hijos cuando se fueron a la frontera, y no volvieron a saber nada de ellos”.

Ahí aprendí realmente que se puede tener mucho teniendo poco, y se puede dar más aunque no se tenga nada en absoluto. Aprendí que para querer a alguien, lo que se necesita es compartir vida, aunque sea por algunos segundos. Recuerdo la risa escandalosa de las señoras al platicar. Todavía recuerdo la ocasión cuando dos señoras de la comunidad nos fueron a despedir a la carretera cuando el camión pasó por nosotros. Nos dieron abrazos capaces de desmoronar una columna de concreto, nos llenaron los bolsillos de mandarinas y calabazas cosechadas en sus patios. Para que tu mamá te haga un dulce, pero de mis calabazas, que son las mejores. Llevaba en mi mochila cartas con dibujos de los niños de la comunidad donde aparecía jugando con ellos bajo un sol amarillo y sonriente. Recuerdo el camión arrancando y viendo por el retrovisor cómo las señoras al fin cedían a sus sentimientos y se abrazaban en pleno llanto inconsolable, tal como cuando despidieron a sus hijos cuando se fueron a la frontera, y no volvieron a saber nada de ellos.

Una ocasión el pueblo estaba inquieto, nos habían dicho que los narcos andaban cerca, que era mejor no salir en la noche. Pasó una camioneta con rines cromados y corridos a todo volumen. La mayoría del pueblo desviaba la mirada, salvo algunas viejitas que los miraban con ojos de desprecio mientras les gritaban ¡Váyanse a hacer su desmadre a otro lado, pendejos!

Los conocí un par de días después, cuando se pararon a hablar con uno de los jóvenes con quien platicábamos en ese momento. Se nos quedo viendo, sabía que no éramos de ahí. El muchacho nos presentó, “son los misioneros que vienen esta semana con el pueblo”. El conductor, un tipo joven vestido con una camisa negra con estampados brillantes, sombrero lentes obscuros nos sonrío. Se asomó por la ventana dejando ver su cadena dorada colgando del cuello.

–Mucho gusto, lo que necesiten estamos a sus órdenes. Agradecí, mientras que dentro de mí no quería tener que ver nada con esa persona jamás. No necesitábamos presentaciones, sabíamos que pertenecíamos a vidas diferentes que no eran compatibles.

Dos días después, habían rumores de que iba a haber algo en la noche. No nos dijeron qué, pero nos pidieron que nos fuéramos a la capilla temprano y que nos durmiéramos temprano, que si escuchábamos algo no hiciéramos caso.

Esa noche escuchamos pasar camionetas a toda velocidad en la carretera frente a la capilla, mientras terminábamos de recoger todas las cosas de las actividades de ese día. Cerramos la puerta y nos pusimos a barrer. Unos 20 minutos después escuchamos algo que pensamos que eran cohetones, pero el sonido se iba acercando, detrás de él, un murmullo que se fue convirtiendo en un rugido de motor de camioneta. Se detuvieron por momentos frente a la capilla, los disparos resonaban en las paredes del templo amplificándose. Nosotros nos encerramos en la sacristía, un cuarto detrás del altar, todos en el suelo, callados y tan cerca que podíamos escuchar nuestra respiración. No sé cuanto tiempo pasó, quizá un minuto, quizás más. Al final, de nuevo el rugido del motor y se habían ido.

La comunidad al día siguiente no comentó nada. Salvo la anciana que les dedicó una gran cantidad de palabrotas.

“No pude dejar de pensar en ellos, esperando Semana Santa o Navidad para vernos, y que pasaran los días y nunca llegásemos.”.

Fue la ultima vez que fuimos a ese pueblo, después de que los padres de varios de los que íbamos se enteraron de lo que sucedió, prohibieron a sus hijos ir de nuevo de misiones. La parroquia misma nos prohibió ir de nuevo a esa comunidad. No pude dejar de pensar en ellos, esperando Semana Santa o Navidad para vernos, y que pasaran los días y nunca llegásemos. Se me partió el corazón.

El narco me quitó algo que amaba hacer, también me quito la tranquilidad de ir de fiesta un sábado por la noche, ahora en facebook leo sobre niños robados, narcos que se matan en las carreteras. He escuchado más de una docena de historias donde gente de los pueblos ha sido asesinada a plena luz del día, jóvenes que nunca vuelven. O jóvenes que sí vuelven, convertidos en narcos, quitándonos la bondad y tranquilidad de nuestra vida por las ansias de tener un fajo de billetes y el respeto de los demás. El narco nos ha quitado mucho, no nos damos cuenta, porque el gobierno prohibió que los medios publicaran sus narcomantas y noticias relacionadas. Un amigo médico que trabajaba en un hospital me contaba de cuántos heridos de bala llegaban a urgencias, y la ocasión de que fueron a “terminar” el trabajo que la primera bala no pudo hacer, directo en la cama de hospital. Matando a un guardia de seguridad en el proceso. No salió en las noticias, lo que salió fue puesto como un “asalto”

Me preocupa que la gente olvide que las cosas eran diferentes, que nos vayamos insensibilizando, que pensemos que es costumbre y normalidad. Que vayamos convenciéndonos que todo siempre ha estado mal y que no podemos hacer nada al respecto.

Confío que algún día, muy pronto, pueda estar de nuevo en una comunidad, volver como se los prometí. Algún día.

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